No sé qué me ocurre, pero acostumbro a empatizar con Vinicius Jr. mucho más de lo que la rivalidad deportiva considera aconsejable, no digamos ya desde un punto de vista geopolítico, enraizado como estoy por lazos familiares, tanto con la Argentina como con Sao Paulo. Me cae relativamente bien la persona, me encandila el futbolista y me fascina el personaje. Quedaría por analizar, o puntuar, su faceta como deportista puro, ya saben: todo cuanto tenga que ver con la ejemplaridad, los valores y demás argumentación cuasi filosófica, pero me da bastante pereza y tampoco estoy yo para dar grandes lecciones sobre el asunto, así que lo dejaremos para otro día o, quizá, para más adelante, pues apenas transitamos por la introducción y el primer párrafo.
No está de moda la empatía, basta con darse una vuelta por las redes sociales, o por cualquier calle del país para comprobarlo. Y todo cuanto sucede alrededor de Vinicius Jr. carece por completo de los mínimos estándares empáticos aconsejables. Tiene el brasileño 24 años, no 42, edad a la que un servidor todavía discutía con sus padres la conveniencia, o no, de mantener algún trabajo más de tres o cuatro semanas. Y este es un factor que me parece muy importante antes de juzgar sus acciones tan a la ligera. ¿Se equivoca el futbolista al montar en cólera y agarrarse tremenda pataleta cuando le informan de que ha quedado segundo en las votaciones para el Balón de Oro? Pues seguramente sí, pero póngase usted en su lugar.
Todo su entorno lleva semanas garantizándole los laureles sin más certezas que una cuestión de primeras impresiones o intereses. Del familiar no cabe esperar otra cosa: lo aman, lo idolatran, es el príncipe de la casa, si no el rey. Y aunque suele resultar aconsejable la presencia de una figura crítica, o desapasionada, en cada núcleo de convivencia, tampoco nos debería sorprender su ausencia en caso de ser así, algo que tampoco sabemos a ciencia cierta. Del mediático, qué decir: se ha visto tantas veces en portadas de los principales diarios deportivos con el dichoso baloncito colgado del pecho que lo raro es imaginarse otro desenlace que el de encargar una vitrina de manera preventiva para exponerlo en el salón de té a las pocas horas de concluida la ceremonia. ¿Y el profesional? Aquí llega el verdadero tajo en el melón, la importancia del Real Madrid en todo este despropósito emocional.
Nadie en el club de Chamartín parece dispuesto a ofrecer un buen consejo o una visión alternativa a un muchacho que lleva trabajando toda su corta vida por cumplir sueños como el de verse coronado como el mejor futbolista del planeta. O si lo hacen, se contradicen enseguida al armar la marimorena y ponerse en pie de guerra con todo el mundo porque a Vinicius Jr. no se le reconoce algo que el propio Real Madrid ha alimentado de un modo desaforado, concluyendo que sus deseos siempre están por encima de las razones y los méritos de los demás.
Podría ser, como se defiende desde los círculos más concéntricos del madridismo, que todo forme parte de un extenso contubernio cuya única finalidad sea la de sisarle gloria y quilates al proyecto faraónico de Florentino Pérez. O podría ser que no, y que el club más laureado del planeta, incluido estos últimos lustros de dominio casi hegemónico, tenga un pequeño problema con las derrotas, tanto las menores como las mayores. Saber perder forma parte de la vida, y, por tanto, del deporte, algo que Vinicius Jr. todavía está a tiempo de aprender. Quien ya llega tarde es el Real Madrid.