Es oficial: afirmar que “vivimos peor que nuestros padres” se ha convertido en un mantra generacional. Lo dicen informes financiados por entidades bancarias, versos de temazos punk, novelas de nostalgia selectiva y colegas de cañas un domingo al mediodía. Es ya casi el lema de una desesperanza que aboca al inmovilismo: se nos estancó el ascensor social (si es que alguna vez existió, aunque eso es otro tema), así que asumámoslo y a hacer de tripas corazón, mejor, cuanto antes. Parece innegable que vivimos peor que el estereotipo de envidiables ‘boomers’ asentados en la calma y la seguridad que otorgan los contratos indefinidos, las vidas estables y los privilegios patriarcales. Pero, ¿y las madres? ¿Viven las millenials peor que sus madres?
Hace tiempo que hay quienes advierten del riesgo de que esta comparativa pueda utilizarse como una excusa reaccionaria ultraderechista con la que romantizar los tiempos pasados, como si cualquier tiempo pasado siempre hubiese sido mejor. Porque ese “somos la generación que vive peor que sus padres”, desde una mirada acrítica e incluso interesada que no tiene en cuenta los prismáticos interseccionales (y eso que aquí solo planteo gruesas pinceladas del mínimo de perspectiva de género exigible), utiliza el drama social entorno al tema de la vivienda o el precio de la vida para diseminar discursos neoconservadores de regresión.
Brevísima historia de derechos feministas
En España, son consideradas ‘baby boom’ las mujeres nacidas entre 1958 y 1975, mientras que las millenials se corresponden con el periodo comprendido entre 1982 y 1996. Un breve repaso histórico: cuando las madres ‘boomers’ de muchas de las millenials nacieron, todavía era legal en España el uxoricidio por causa de honor, que eximía de pena de cárcel al hombre que asesinase a su mujer si había perpetrado delito de adulterio, y que no se eliminó hasta 1963. El delito de adulterio, que se aplicaba a las esposas infieles, pero no a los maridos, estuvo vigente hasta 1978. Cuando las primeras millenials nacieron, lo legal, desde el año anterior, era el divorcio -¡por fin!-, aunque con separación previa y bajo causa justificada (para eso tendrían que esperar a haber cumplido los 23, en el año 2005). Cuando nacieron las últimas, llevaba una década vigente la ley que despenalizaba por primera vez desde la II República el aborto bajo condición de supuestos.
Ahora que algunas de esas millenials están trayendo al mundo a sus propias hijas, estas habrán nacido en un país con una legislación extensa contra las violencias machistas; una legislación que no solo despenaliza, sino que reconoce el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo y su deber de garantía por parte de las instituciones públicas; una legislación que les dice a las chicas desde pequeñas que su libertad sexual es suya. Por no hablar de las madres lesbianas, que hasta la entrada en vigor el pasado año de la conocida como Ley Trans y LGTBIQ+ no tenían derecho a filiar a sus hijos, hijas e hijes si no estaban casadas. Y quienes, de hecho, en esos buenos tiempos de nuestros padres, no tenían siquiera derecho a existir.
Algunos datos para reflexionar
Igual toca reformular el mantra: somos la generación que vive peor que sus padres, pero mejor que sus madres. Y por aterrizarlo en algún que otro dato numérico -que son los que gozan de una mayor legitimidad en el universo de la mirada patriarcal hiperracionalista-, según el informe Mujeres en Cifras (1983-2023) elaborado por el Instituto de las Mujeres, en 1982, un total de 16.412 de las madres que dieron a luz a la primera tanda de millenials de la historia tenían apenas entre 15 y 19 años. En el año 2021, el número de madres menores de edad se había reducido a la sexta parte. Otro: en el 82, más del 68% de quienes tuvieron hijos e hijas eran menores de 30; en el 2021, el 25,65%. Y la fotografía se completa con otro dato más: en 1987, apenas 18.866 mujeres pudieron interrumpir su embarazo. A partir del 2005, solo en el 2020 -año de pandemia- fueron algo menos de 100.000 las mujeres que pudieron abortar. Muchos pensarán que se trata de un detalle espeluznante. A muchas puede que las haga sentirse con la tranquilidad de no tener que verse forzadas a maternar a destiempo ni por obligación. A fin de cuentas, tan perjudicial resulta no poder ser madre hasta mucho más tarde de lo que una desearía por culpa de la precariedad en el seno del neoliberalismo, como tener que serlo mucho antes de lo que una querría por culpa de los mandatos patriarcales de la época.
En cuanto al matrimonio (una de las formas más efectivas reservadas entonces a las mujeres para que tuviesen acceso a una vivienda que sus maridos sí podían comprar, pero ellas no, hasta casi los años 80) , más de lo mismo. En 1983, un total de 33.565 mujeres se casaron antes de cumplir los 20. Puede que lo hicieran porque ellas querían, porque era el sueño de su vida. Pero en cualquier caso, contrasta con el número de hombres de la misma edad, 8.691 (una cuarta parte). En el 2021, apenas 468 adolescentes mujeres contrajeron matrimonio. Entre ambas fechas, la tasa de nupcialidad cayó en 4 puntos, mientras que los divorcios se multiplicaron por cinco.
Aunque todavía queda muchísimo recorrido por delante, la autonomía que a pasos agigantados fueron conquistando sus abuelas y sus madres ha permitido a las millenials vivir mejor de lo que lo hicieron ellas. Porque de poco sirve disponer de una vivienda de cuatro dormitorios si compartes habitación con la violencia machista y fuera te espera el más puro ostracismo en caso de contarlo (o peor, de atreverte a marcharte, sin tener una cuenta de banco propia y sin estar divorciada legalmente). En 1996, último año millenial, hubo 16.378 denuncias por “malos tratos físicos, psíquicos y físicos y psíquicos” de maridos a sus esposas. En el año 2022, 182.073 denuncias por violencia de género.
Del terror sexual a la libertad sexual
Con la violencia sexual, otro tanto: en 1997, se reconocieron 5.647 delitos de “acoso, abuso y agresión sexual”; en 2022, 18.731 delitos contra la libertad sexual, más del triple. Los noventa transitaron entre los relatos del terror sexual, como cuenta Nerea Barjola, ese soft power que limitaba la libre disposición del espacio público, de las calles, de la noche y del ocio a las mujeres infundiéndoles el miedo a acabar como las niñas de Alcasser, y la realidad -silenciada- de que la mayoría de esos “monstruos” no eran desconocidos que esperaban agazapados tras un arbusto a que volviesen a casa solas y borrachas, sino que estaban en casa, en el colegio, en la catequesis, en el gimnasio, e incluso abrazándolas por la noche en su misma cama. Las niñas de hoy, sin embargo, habrán crecido habiendo oído hablar del #MeToo, del #Cuéntalo, del #SeAcabó, de Bad Gyal y de Jenni Hermoso. Aprendiendo que la calle, la noche y la vida también son suyas y sabiendo, además, que no están solas ni condenadas a cerrar la boca y esconder sus violencias como si fueran vergüenzas. Hoy ya tampoco es necesario exponerse a tener que denunciar en una comisaría para que el Estado pueda garantizarte tus derechos y tu reconocimiento como víctima de violencia machista o de violencia sexual. Probablemente por todo esto hay muchos hombres, jóvenes y mayores, que se conjuran en aquella canción sesentera que dice que cualquier tiempo pasado nos parece mejor. Aunque, en realidad, solo se lo parece a ellos.
¿Significa todo esto, entonces, que de veras somos la primera generación que vive peor que sus padres, pero mejor que sus madres? Como sucede casi siempre con las afirmaciones gruesas, probablemente esta no deba ser tomada tampoco como un axioma irrefutable. Pero dada la mirada patriarcal hegemónica reactiva que últimamente busca determinar qué significa ese “buenvivir” frente a ese otro “malvivir” ignorando tantas realidades, quizá sea el momento de plantearse todas aquellas cosas en las que sí, es completamente cierto. Y en lugar de entonar ese mea culpa de muchos ‘baby boomers’ que lamentan “haber fallado a los jóvenes”, puede que resulte más esperanzador prestar atención a porqué, mientras el neoliberalismo decepcionaba, los feminismos no han dejado de colmarnos de éxitos y de mejorar nuestras vidas, a pesar, incluso, del neoliberalismo mismo. Así que, en caso de que seguir dudando, preguntadles directamente a vuestras madres cómo lo ven ellas.