Llegar a la isla de Ons en pleno invierno no es una tarea fácil, salvo que tengas un barco propio y poco miedo a los temporales. Como nada de esto era mi caso, me vi obligado a buscar una forma alternativa de llegar hasta uno de los rincones más apartados, bellos y salvajes de todas las Rías Baixas, a la par que inaccesibles. Enseguida entenderán el motivo de tanta premura.
La Autoridad Portuaria de Marín, que es la responsable del faro ubicado en lo alto de la isla, accedió a echarme una mano. Por eso me vi una mañana de febrero, gris, lluviosa y desapacible en su puerto, con una mochila al hombro y a punto de embarcarme en una lancha de servicio que partía hacia Ons con parte de su personal, repuestos y provisiones para el faro y un pasajero de última hora, que era yo mismo.
Mientras la lancha se balanceaba en el muelle, mi ojo poco entrenado la consideraba sospechosamente pequeña para el oleaje que se adivinaba al otro lado del espigón. La sospecha se transformó en certeza al poco de salir del abrigo del puerto. A medida que la barca se abría camino entre las ondas, me limité a mantenerme agarrado con fuerza a mi asiento y a tomar alguna foto de vez en cuando. Por eso es fácil de entender mi alegría —y alivio— cuando, por fin, llegamos al estrecho muelle que da servicio a la isla y es el único lugar posible para desembarcar en ella.
Ons es un paraíso turístico en verano, una isla que forma parte del parque natural de las Islas Atlánticas. Todos los días, durante los meses estivales, con el buen tiempo, llegan hasta ella miles de visitantes en el servicio de ferris que de manera casi ininterrumpida salen de los puertos cercanos en su dirección. Todos esos viajeros, con el permiso necesario del parque para desembarcar en Ons, pueden conocer de primera mano un lugar que parece atrapado en una burbuja del tiempo: un rincón de paisajes sobrecogedores, acantilados altos con el fondo cubierto de rugientes montañas de espuma blanca, un coqueto pueblo de pescadores, caminos de tierra entre zonas imposiblemente verdes y salvajes y la impresión real de estar en el fin del mundo
Esa maravillosa sensación veraniega es muy diferente en invierno, cuando el tráfico de barcos cesa y apenas quedan una veintena de habitantes en la isla. El único muelle de Ons, largo y estrecho, queda inutilizado muchas veces cuando el mal tiempo arrecia, porque expuesto al viento y el oleaje, el atraque se vuelve una tarea imposible. Por ese motivo, los pocos isleños que viven todo el año allí están acostumbrados a quedarse incomunicados de tierra firme, lo que los ha llevado a desarrollar una forma de vida singular y que tiene pocos paralelismos en el resto de España.
Nada más atracar y tras presentarme al puñado de vecinos que contemplaban extrañados mi llegada, preguntándose sin duda qué narices se me había perdido allí, Gerardo, el farero, me invitó a subir en uno de los escasos vehículos a motor de la isla, un viejo tractor asmático que da servicio al faro de Ons, una construcción decimonónica que se alza en el punto más alto de la isla —el primer faro data de 1861; el actual, de 1926—. Desde allí, las vistas son sobrecogedoras, con el aparentemente infinito Atlántico abriéndose hacia el oeste y la costa recortada de las Rías Baixas en la otra dirección. Una vez instalado, y sabiendo que la única manera de salir de la isla sería cuando el mismo barco de servicio que me había llevado hasta allí volviese a por mí al cabo de una semana, decidí que había llegado el momento de explorar el lugar en el que voluntariamente me había colocado.
Hay algo desasosegante en el hecho de recorrer espacios pensados para multitudes cuando no encuentras a nadie a la vista. Cruzar la calle principal del pequeño pueblo de Ons, con los restaurantes cerrados o a medio gas, con la única tienda del lugar a oscuras y vacía, y con el centro de recepción de visitantes cerrado a cal y canto, hace que te sientas como el protagonista de una novela. Eso era, precisamente, lo que me llevó hasta allí en pleno invierno: recorrer los escenarios en los que tendrían lugar los acontecimientos de la historia que estaba escribiendo, una historia que a la postre se terminaría titulando Cuando la tormenta pase y con la que acabaría ganando el Premio Fernando Lara de Novela 2024. Pero, claro está, yo no sabía nada de eso en aquel instante.
Durante los siguientes días, vagabundeé a placer por los caminos de Ons, sin cruzarme más que con los animales salvajes que pululan por allí, más sorprendidos ellos que yo por el encuentro. Visité sitios como O Buraco do Inferno, el agujero del infierno, una profunda sima que se abre a pocos metros de la costa y en cuyo fondo se escucha el rugir atronador de las olas que llegan hasta allí a través de unas galerías naturales excavadas por el mar al pie del acantilado. Según las tradiciones del rico folclore local, el agujero del infierno es el lugar desde donde se puede oír el lamento de las almas de los condenados al sufrimiento eterno, si se escucha con atención. Y, efectivamente, se pueden oír una suerte de alaridos agudos de vez en cuando que ponen los pelos de punta. Los biólogos han encontrado una explicación para esto, por supuesto. Son los graznidos de las aves marinas que anidan en las paredes escarpadas y vertiginosas del agujero, y que llegan distorsionadas a la superficie. Es una explicación más racional, qué duda cabe, pero mucho menos poética. Y este es solo uno de los muchos lugares maravillosos, como salidos de un cuento, que el visitante puede encontrar en la isla.
Pronto me acostumbré al pausado ritmo de vida isleño, mucho más tranquilo que el acelerado frenesí que solemos llevar, sobre todo en las ciudades. Si alguien está buscando un sitio tranquilo donde relajarse y eliminar el estrés acumulado, un lugar donde encontrarse a sí mismo, la isla de Ons es, con toda seguridad, el destino ideal para ello. Eso sí, el visitante tendrá que acostumbrarse a alguna de las peculiaridades locales como, por ejemplo, los cortes de luz. Porque en Ons la electricidad está racionada y tan solo hay corriente unas cuantas horas al día, ya que la isla no está conectada a la red de tierra y funciona mediante generadores. Ya les dije que es un lugar ciertamente singular. Podría hablarles de mil escenarios más: del faro, con sus altos y alargados pasillos con techos de cedro y teca y su pequeño museo local; del viejo cementerio, bucólico y devorado por la maleza; de sus playas de arena imposiblemente blanca (y agua muy muy fría), de su maravillosa gastronomía…, pero prefiero que sean ustedes mismos quienes lo descubran. Háganme caso, saquen tiempo de sus vacaciones y, si vienen por Galicia, no pierdan la oportunidad de visitar la misteriosa isla de Ons. Les garantizo que no se arrepentirán.