“Yo esta película solo la puedo hacer así. Si quieres, me puedes sustituir”, fue el órdago de Luchino Visconti a su productor, Goffredo Lombardo, para zanjar una clásica disputa sobre dispendios presupuestarios durante el rodaje de El Gatopardo (1963). A fin de cuentas, el director ya había transigido demasiado al admitir que Burt Lancaster, ex acróbata hijo de un cartero del Harlem, interpretara en la película a un príncipe siciliano cuyas raíces aristocráticas se hundían en el subsuelo de la Historia. En su obsesión por ofrecer una imagen fidedigna de la Sicilia de mediados del siglo XIX, Visconti había tomado decisiones que rayaban la extravagancia: está documentado que, en una escena en la que Lancaster debía abrir un cajón y sacar de él un simple pañuelo, el actor no solo se encontró con que podía elegir entre una docena de exquisitos pañuelos de hilo, sino que en aquel cajón, cuyo contenido no se vería en el plano, también había una veintena de camisas blancas, quince pares de calcetines y varias corbatas de seda. Por supuesto, el “así” de Visconti también implicaba un rodaje en auténticos palacios sicilianos. Uno de ellos, Villa Boscogrande, que aparece en la apertura del film, tuvo que ser restaurado antes del rodaje. No ocurrió lo mismo con el palazzo Valguarnera-Gangi, en el centro histórico de Palermo, un lugar bellísimo, tan refinado y al mismo tiempo tan inmoderadamente aparatoso, que parecía haber sido creado para la ocasión por un decorador sin limitaciones económicas ni imaginativas. Sin embargo, llevaba allí desde siempre: como se dice en El Gatopardo, el siempre de los hombres.
El núcleo original de la casa, ubicada en el antiguo barrio de la Kalsa, data del siglo XIV, pero fue a mitad del XVIII cuando la familia Valguarnera decidió reunir varios edificios de su propiedad en un proyecto unitario al que aplicó todo el esplendor escenográfico del barroco tardío y el rococó. En resultado cierra con su planta en forma de L la plaza Croce dei Vespri de Palermo, llamada así por las Vísperas sicilianas, la matanza de franceses que en 1282 puso fin al dominio de los Anjou en la isla, y que daría paso al reinado de la dinastía de Aragón (la leyenda asegura que bajo la plaza yacen los cuerpos de varias víctimas de la carnicería).
Los Valguarnera eran una antiquísima familia de origen catalán cuyo rastro llegaba hasta la Gerona visigótica, y que recaló en Sicilia en el siglo XIII acompañando a su primer rey aragonés, Pedro III el Grande. Mucho después, en 1743, tuvo lugar la boda entre el príncipe Pietro Valguarnera y Marianna Valguarnera Branciforte, que a los ojos de hoy presenta dos peculiaridades más que chocantes: la primera es que la novia tenía 13 años, mientras que el novio estaba a punto de cumplir los 50, y la segunda es que eran tío y sobrina. Marianna era, además, sordomuda, lo que entonces se consideraba una grave tara que reducía sus ya mínimas perspectivas de independencia. El matrimonio había sido acordado por la familia para reunir en una sola rama la inmensa riqueza y los títulos de Pietro y su difunto hermano mayor, Francesco Saverio, padre de Marianna. La escritora Dacia Maraini narró esta historia –no sin añadirle unos cuantos elementos novelescos– en su libro La larga vida de Marianna Ucrìa, publicado en 1990, y adaptado al cine en 1997 por Roberto Faenza. A través de su madre, la artista y galerista Topazia Alliata, Maraini es descendiente directa de la auténtica Marianna Valguarnera, y pasó gran parte de su infancia, su adolescencia y primera juventud en otro de los palacios familiares, Villa Valguarnera, en la cercana Bagheria. En la versión de Maraini, la pequeña Marianna es violada por su tío, agresión que le provoca un trauma que la deja sin palabras durante el resto de su vida, y que precipita el matrimonio acordado.
Con la riqueza familiar amasada por nacimiento y matrimonio, Pietro Valguarnera emprendió hacia 1750 las obras destinadas a construir el palacio que hoy conocemos. Y, para ello, no escatimó en gastos. El resultado es una casa con una fachada elegante y relativamente sobria –en armonía con la adyacente Galería de Arte Moderno de Palermo, ubicada en un antiguo convento franciscano y un palacio gótico catalán–, que da pocas pistas sobre sus fastuosos interiores. Una vez atravesada la puerta de entrada, comienza el festival decorativo gracias a las escaleras diseñadas por el arquitecto Andrea Gigante, flanqueadas por columnas y bustos de mármol –obra del artista Ignazio Marabitti–, y con una barandilla de forja. A través de ella se llega a la asombrosa sucesión de salones en enfilade, con frescos en el techo y suelos de mayólica, como el salón oval, cuyo suelo representa el escudo de la familia Valguarnera en tamaño monumental; la sala roja, la inmensa sala amarilla o la versallesca galería de espejos, que está cubierta por un doble techo de 12 metros de altura con una bóveda calada a través de la cual se puede contemplar el fresco, y del que además penden lámparas de cristal de Murano. Fue en estas dos últimas estancias donde se rodó la larga escena del baile que ocupa todo el tramo final de El Gatopardo de Visconti, con sus tres cuartos de hora de duración.
Un rodaje que no estuvo exento de accidentes, como lo estuvo la publicación de la novela original de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (Palermo, 1896-Roma, 1957). Aristócrata diletante, Lampedusa era hijo del príncipe siciliano Giulio Maria Tomasi di Lampedusa y de la princesa Beatrice Mastrogiovanni Tasca di Cutò, pero parecía más interesado en sus estudios y en relacionarse con la intelectualidad de su tiempo que en administrar las haciendas heredadas de su progenitor. Entre 1954 y 1957 escribió su única novela, El Gatopardo, ambientada en la Sicilia del Risorgimento, y centrada en el príncipe de Salina (para el que se inspiró en su bisabuelo, Giulio IV di Lampedusa), que observa con cierto desdén el ascenso de una nueva clase social burguesa llamada a desbancar a la aristocracia, pero que al mismo tiempo comprende la necesidad de asociarse con los recién llegados a fin de perpetuar su estatus. La frase “si queremos que todo siga como está, todo debe cambiar (”Se vogliamo che tutto rimanga com’è, bisogna che tutto cambi”), a menudo mal citada, resume esta actitud pragmática y algo cínica en boca de Tancredi, el joven sobrino del príncipe, que tras luchar en las filas de Garibaldi va a casarse con la hija de un nuevo rico, la bella Angelica.
Las principales editoriales italianas rechazaron el manuscrito de Lampedusa, que murió de un cáncer de pulmón sin verlo publicado. Gracias a la acción entusiasta de la escritora Elena Croce, que se lo hizo leer a su amigo, el también escritor y editor Giorgio Bassani (autor de El jardín de los Finzi-Contini, otra obra maestra sobre el final de una época), se publicó póstumamente en 1958, para convertirse en un inesperado best seller que además obtuvo el prestigioso premio Strega.
Goffredo Lombardo, capo de la poderosa compañía cinematográfica Titanus, adquirió los derechos del libro para rodar una superproducción a la italiana, con grandes estrellas. Al principio pensó para dirigirla en artesanos solventes como Mario Soldati o Ettore Giannini, pero después subió la apuesta de la ambición estética y contrató a Luchino Visconti, que había demostrado su valía tanto en el gran espectáculo historicista (Senso, de 1954) como en el melodrama realista (Rocco y sus hermanos, 1960). Por lo demás, parecía imposible encontrar alguien más adecuado para esta tarea: aparte de haberse bregado como director de escena de las grandes óperas italianas del siglo XIX, el propio Visconti era resultado del matrimonio entre un duque –la familia Visconti fue ama y señora de Milán durante la Edad Media, antes de ser sustituida por los Sforza– y la rica heredera de una saga farmacéutica. Ser declaradamente comunista no le impedía, por otro lado, experimentar hacia la clase nobiliaria del siglo anterior una fuerte empatía. En todo caso, conocía mejor que nadie el terreno que pisaba.
Para interpretar al protagonista, Visconti habría querido contar con el actor ruso Nikolái Cherkásov, que había encarnado al Alejandro Nevski de Eisenstein. Y tampoco rechazaba la alternativa de Laurence Olivier, especializado en cometidos shakespearianos y roles nobiliarios en general. Pero Lombardo imponía a una estrella norteamericana, y tras barajarse los nombres de Gregory Peck, Spencer Tracy o Anthony Quinn, se acabó contratando al atlético Burt Lancaster, que había ganado el Oscar al mejor actor de 1960 por El fuego y la palabra.
Al inicio del rodaje, que comenzó en Sicilia en mayo de 1962, las relaciones entre actor y director eran algo tensas. Sin embargo, Lancaster logró llevar a Visconti a su terreno, al basarse en él para componer su príncipe de Salina. Ambos forjaron una respetuosa amistad; de hecho, una década más tarde, Visconti volvería a contar con Lancaster en un papel similar, el del solitario intelectual de Confidencias (1974). Dos jóvenes estrellas europeas en la cumbre de su belleza, Alain Delon y Claudia Cardinale (que ya habían coincidido en Rocco y sus hermanos) interpretaban a los enamorados Tancredi Falconeri, sobrino del príncipe, y Angelica Sedàra, hija de don Calogero, alcalde corrupto que representa el nuevo orden burgués que aspira a fusionarse con la vieja aristocracia.
Como apoyo a Visconti, la película contó con el asesoramiento del hijo adoptivo del autor de la novela, Gioachino Lanza Tomasi, que además provenía de una familia nobiliaria ítalo-española. El diseño de producción de Mario Garbuglia, la fotografía de Giuseppe Rotunno, el vestuario de Piero Tosi y la música de Nino Rota alcanzaron una excelencia rara vez igualada. Todos estos elementos obtuvieron su máximo lucimiento en la escena final del baile, rodada en el palazzo Valguarnera-Gangi. Visconti y Garbuglia rebuscaron en casas y anticuarios para seleccionar muebles y objetos con los que complementar la decoración del inmenso salón de baile, que iluminaron con 10.000 velas que había que sustituir constantemente, lo que se convirtió en una pesadilla para los encargados del rácord. La cera goteaba sobre los actores, figurantes y componentes del equipo técnico. Además, la opción de Visconti suponía un reto para Rotunno, que recibió instrucciones de utilizar la menor luz eléctrica posible, anticipándose al Barry Lyndon (1975) de Kubrick.
La película se estrenó con críticas dispares, pero obtuvo la Palma de Oro en una edición del festival de Cannes en la que Italia también competía con las últimas obras de los jóvenes Marco Ferreri y Ermanno Olmi. Pero, sobre todo, El Gatopardo llegaba en un momento crítico para el cine internacional. De la mano de los autores de la Nouvelle Vague, y de otros cineastas rompedores como el propio Ferreri, Fellini o Bergman, se estaba fraguando un nuevo estándar para el cine de autor desde el que el esplendor ornamental y la ampulosidad operística podrían interpretarse como una apuesta anticuada, aristocrática en el peor sentido. Igualmente, en los Estados Unidos fracasaban superproducciones a la antigua como la Cleopatra de Mankiewicz, y se preparaba el advenimiento de una nueva generación que iba a renovar el panorama, con Coppola, Spielberg, Lucas o Scorsese –a los que Billy Wilder llamaría kids with beards, “niños con barba”– a la cabeza. Sin embargo, gracias a su naturaleza única, más allá de todas las etiquetas, un artefacto que podría haber sido el canto del cisne de cierto tipo de cine terminó revitalizándolo, aclamado por su vigencia inagotable. Martin Scorsese tiene El Gapotardo en su lista de películas favoritas (la deuda de La edad de la inocencia con ella es manifiesta), y tanto Godard como Truffaut manifestaron su consistente admiración por Visconti. Así que la película se convirtió en un ejemplo de su propio lema, porque logró asegurar la pervivencia de una forma de nobleza fílmica haciendo que todo cambiara para que todo siguiera siendo igual.
El palazzo Valguarnera se adentró en siglo XIX en un cierto estado de decadencia. La última heredera del linaje familiar, la princesa Giovanna Valguarnera, se casó en 1820 con Giuseppe Mantegna, príncipe de Gangi, que invirtió enormes sumas en reformar la casa sin desvirtuar su estilo original, pero añadiendo en la puerta de entrada el escudo de su propia familia. Después la propiedad se sometería a otras obras de restauración que han permitido que en la actualidad ofrezca en gran parte de su extensión –8.000 metros cuadrados no son fáciles de mantener– un aspecto impecable. Sus actuales propietarios son la princesa Carine Vanni Calvello Mantegna di Gangi y el príncipe Giuseppe Vanni Calvello Mantegna di Gangi, que ocasionalmente permiten visitas a la propiedad previa reserva.
En cuanto a El Gatopardo de Visconti, aunque en su día fue publicitada como la respuesta italiana a Lo que el viento se llevó, pertenece a otra estirpe, la de las grandes obras de arte fuera del tiempo y de los cánones, y así se la reconoce hoy en día. Además, en su visión de la clase nobiliaria como un fenómeno moribundo, no es ya que retratara con lucidez lo que estaba sucediendo en tiempos de la Unificación italiana, o en las décadas siguientes, sino que también desveló una decadencia quizá inherente a la propia institución. No conviene olvidar que el palazzo Valguarnera-Gangi, joya del rococó siciliano y de la historia universal de la arquitectura y las artes decorativas, se edificó como consecuencia del matrimonio entre una niña de trece años y su tío cincuentón.