La fiesta es total. La tarde del martes 31 de diciembre, con la charanga de la Nochevieja retumbando por Madrid, 40.000 personas se lanzan a correr los 10 kilómetros de la San Silvestre Vallecana para despedir 2024 entre disfraces, canciones y sudor. De los aledaños del estadio Santiago Bernabéu a los del campo del Rayo Vallecano, la carrera une por un día con el hilo de la fiesta de fin de año el Madrid partido en dos por la desigualdad. Todo cambia metro a metro entre la salida del distrito de Chamartín —74.842 euros de renta neta media anual de los hogares, según datos del INE para 2022; un 34% de alumnos en colegios privados y un índice de vulnerabilidad del 3,90, según el Ayuntamiento— y la llegada en el de Puente de Vallecas —30.339 de renta; 6% de alumnos en privados y un índice de vulnerabilidad del 6,22—. Y la diferencia, dicen los expertos, se nota hasta en los aplausos.
“Hay un contraste brutal”, fotografía Jesús España, campeón de Europa de 5.000 metros en 2005. “Serrano, con las luces [de Navidad] es muy bonito, pero más frío, es otro Madrid”, describe sobre una prueba dividida en dos carreras (profesionales y aficionados). “Cuando entras en Vallecas es cuando el ambiente es tremendo, hay muchísimo jolgorio”, explica. “¡Es que son dos carreras diferentes!”, afirma. Y sentencia: “Esos últimos kilómetros tras cruzar el puente de Vallecas son los que le dan el aura especial que tiene la carrera, porque todo está lleno de gente, no ves el asfalto de la cantidad que hay. Es espectacular. Se tienen que ir abriendo para que pases”.
Porque al llegar a Vallecas, la carrera, que arrancó hace 60 años con 57 corredores, se mueve alrededor de avenidas y calles como la Albufera, Monte Igueldo, San Diego, Carlos Martín Álvarez y Arroyo del Olivar. Tira cuesta arriba, entre comercios de toda la vida, bares y gentes que se agolpan contra las vallas. Y serpentea a través de un asfalto a veces bacheado, y rodeado de persianas de negocios que no volverán a abrir en las perpendiculares, y de carteles como sacados de otro tiempo, que no pueden competir con los luminosos de los “compro oro”.
“[Son] Arterias por donde transcurren a diario cientos de dramas humanos, que quedan aparcados, al menos, por unas horas, el tiempo que tarda en finalizar una prueba que bate récords de participación mundial”, escribía en EL PAÍS Paco Pérez, de Más Madrid. “En este sentido, ha servido para que gran parte de Madrid, ajeno a lo que se cuece en este distrito insurrecto en medio de La Mancha, acuda aquí para despedir el año en pantalón corto y ropa deportiva”, seguía. “No nos priven de este único privilegio, de esta metáfora del orgullo de barrio”.
Ese sentimiento de pertenencia, ese como aquí en ningún sitio, aunque no sea Miami, ni falta que hace, se palpa y se siente a cada metro. Hay camisetas del Rayo Vallecano por todas partes. Los altavoces animan a tomar Vallecas mientras retumba la música al paso por el puente que ejerce de frontera entre el distrito y el resto de la capital, un paso elevado de la M-30 con medio siglo de historia que el Ayuntamiento ha descartado por ahora derribar.
Esa es una barrera entre dos mundos. Hace un año, un estudio publicado en la Revista Española de Sociología determinó que el puente de Vallecas y otras fronteras físicas perpetúan las diferencias entre barrios. Si en el distrito de Chamartín el 76,8% cree tener un buen estado de salud, en Puente de Vallecas es solo el 61,5%, según datos del Ayuntamiento de Madrid. Del punto de salida al de llegada, la presencia de la enfermedad crónica se dispara del 65,2% al 73,5%. Salamanca (78,4% y 62,9%) y Retiro (73% y 71,7%), los dos distritos que enlazan el de arranque y final de la carrera, también mejoran los datos de Puente de Vallecas. Pero este martes, la San Silvestre une esa ciudad segregada.
“¡Vamos, que queda lo mejor, que queda el pueblo de Vallecas!”, se escucha en los últimos metros de la Avenida de la Barcelona, justo antes de llegar a esa frontera.
“Alabín, alabán, Vallecas y nada más”, retumban las aceras del barrio, el mejor palco desde el que ver el chorro infinito de corredores vestidos con la camiseta amarilla, o disfrazados de indios, pretorianos romanos, o Reyes Magos.
“La San Silvestre es una tradición. Una experiencia. Es una carrera con alma”, cuenta Chema Martínez, campeón de Europa de 10.000 metros en 2002, subcampeón continental de maratón en 2010 y ganador aquí, en Vallecas, en 2003. “Es una carrera diferente. Distinta. Muy social y de compartir, en la que lo importante no es la marca final”, sigue. “A mí, lo que más me gustaba es cuando el público me ponía de espuma y serpentinas hasta arriba. Recordarlo me sigue emocionando, porque se ha perdido [la tradición], y lo recuerdo con añoranza, porque eso solo se lo ponían a los de delante [los corredores de cabeza de carrera], nunca a los de atrás”, añade. Y remata: “Ganar en Vallecas es de los grandes momentos que he tenido en mi carrera. Han pasado 21 años y sigue vigente en mi memoria, en mi recuerdo”.
Pero claro, no todo es bonito en la San Silvestre. El contexto es festivo, sí: abundan los corredores disfrazados, los que empujan un carrito con su hijo dentro y las familias que llevan a los niños para que choquen la mano con los atletas. La magia de las fiestas está muy presente: se corre bajo la luz de las luces de Navidad. Y el ambiente es eléctrico.
Ocurre que la carrera está diseñada para castigar a los intrépidos. Martínez habla de la muralla china. También, del muro de Berlín. Es la cuesta que espera a todos los corredores cuando enfilan el final de la prueba y entran en Vallecas: la carrera se empina hacia la meta justo cuando las fuerzas empiezan a flaquear y el corazón se desboca por los ánimos de la parroquia de los bares de la avenida de Barcelona, volcada en la calle con copas, puros y cigarros.
Son los kilómetros de Vallecas, pura fiesta. Todo un contraste con los primeros kilómetros por el Viso (Chamartín). De las decenas de curiosos que observan allí la carrera, sin aplaudir ni animar, y que dejan huecos suficientes para que se incorporen corredores sin dorsal tras la cercana salida en el Bernabéu, se pasa al volcán de la llegada, camino al estadio del Rayo, donde Vallecas se vuelca para despedir 2024 y celebrar 2025.