Un Belén subversivo | Opinión



La Virgen, muy niña, recibiendo la noticia de su embarazo. La Virgen embarazada en la sala de espera de un centro de salud con otras muchachas en estado. La Virgen pariendo en un garaje. Y unas cuantas escenas antes del nacimiento del niño, la huida a Egipto de madres con sus hijos: una matanza de los inocentes capitaneada por el dedo acusador de un hombre que representa a Herodes, pero se parece a Netanyahu. Es un Belén creado por un alumnado de bachiller artístico, situado en Carabanchel, pero que podría adornar los pasillos escolares de cualquier periferia urbana. Responde a la visión de un grupo de estudiantes a los que esta historia del evangelio puede sonar tan familiar como si fuera de ayer mismo; es más que probable que su misma llegada al mundo tenga algo que ver con la odisea de María y José dado que este centro público alberga a un 70% de alumnado proveniente de la inmigración.

Esa asombrosa contemporaneidad del nacimiento de Jesús la explicó muy bellamente el teólogo Juan José Tamayo esta semana. Sigue siendo subversivo, decía, relatar el nacimiento de un niño pobre, pero basta irse a la periferia para verlo escrito en la misma vida. Cuando se acaba el acto, un niño con rasgos latinos se me acerca tímido para pedirme que le firme unos cuantos libros. Estoy ante un gran lector y recibo una buena lección. Por deseos de seguir hablando con él, le pregunto dónde nació, más concretamente le digo si nació aquí. Yo misma me quedo pensando en lo absurdo de la pregunta, qué es exactamente “aquí”. El chaval entiende el adverbio de manera literal y me responde: “No, no nací en Carabanchel. Yo soy de Usera”.

Si la Navidad se celebrara respetando su argumento exacto, el referido a la violencia contra la infancia, a la falta de techo y de calor, a la celebración de quien nace desposeído, seríamos tachados de aguafiestas por embarrar de realidad aquello que los medios informativos nos cuentan a diario. Han hecho falta décadas de bienestar para enmascarar el relato y que su verdadero significado se diluya en el espumillón navideño. Inmigrantes menesterosos se nos visten de Papá Noel a las puertas de los grandes almacenes y nos tienden la mano; más les valdría armarse con un datáfono en estos tiempos sin monedas.

Somos un río de ciudadanos cargados de bolsas y rumiando nuestro descontento. Andamos torpemente, despacio, porque las aceras están llenas de personas incapaces de no dejarnos arrastrar por sacramento navideño del consumo. Los padres separados nos hemos convertido en abuelos y hemos de optar por Papá Noel o por los Reyes y nadie quiere quedarse atrás alimentando a renos y a camellos. Mientras avanzo entre los expositores del gran almacén favorito de Julianne Moore una joven pronuncia mi nombre a mis espaldas. Me vuelvo. Me pregunta si yo soy yo y una vez solventada la duda me dice si quiero ayudar a unas criaturas que han sufrido abandono y maltrato. Le digo que tal vez no sea el momento para hablar de ello, pero algunas ONG han decidido que la mejor manera de expandir su mensaje es lanzar a jóvenes a las puertas de los templos de consumo a la caza de quien les dedique un leve contacto visual para comunicarle desgracias que dichas aquí, entre mostradores, provocan entre desconcierto y vergüenza. Le señalo mis manos cargadas de bolsas y ella insiste. Pero qué quieres ahora, pregunto, y me señala un cuestionario de una página. Se supone que siendo yo quien soy debería soltar la carga y, para no informar a gritos de mis datos personales, tomar su boli y empezar a rellenar casillas. Es tan extemporáneo su requerimiento que le dicto mi mail para zanjar la escena. Qué culpa tiene ella, voluntariosa e inexperta, de hablarme de niños desamparados en esta situación que contradice en sí misma el origen de estas fiestas. Tanto que nos gustan los cuentos y somos incapaces de entender lo que tozudamente nos narra este.



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