El speaker del Palacio de los Deportes José María Martín Carpena todavía no había terminado de hacer la presentación de la eliminatoria de cuartos de final de la Copa Davis entre España y Países Bajos cuando el público, que había visto unos segundos antes la cara de Rafa Nadal en la pantalla central del estadio sollozando y con los ojos vidriosos, empezó a vociferar “¡Rafaaaaa, Rafaaaa!” como si se le fuera la vida en ello o como si fuera ya la última vez que iban a gritar su nombre esta tarde en la central del recinto malagueño. 23 años después de su debut en la élite, tras 22 Grand Slams y tantas y tantas tardes de gloria y remontadas épicas que aún ahora parecen inalcanzables, los 9.700 espectadores que acudieron a la pista —aforo completo desde hace mes y medio, reventa a precio de oro— no venían solo a presenciar la Davis, sino sobre todo a ver uno de los últimos bolos del balear —el definitivo si el equipo español no remonta el cruce— y a agradecerle lo que les hizo sentir una y otra vez durante más de dos décadas frente al televisor: la felicidad de que sí, de que aunque esta tarde ya no porque el tiempo pasa inexorable para todos, claro que se puede.
Esa bienvenida cariñosa se magnificó durante todo el choque ante Botic Van de Zandschulp, una viga de 1,91 metros que ocupa el puesto 80 del ranking ATP y que tumbó este martes por primera vez en su carrera a Rafa (6-4, 6-4, 1h 53m), que tras un tormento con las lesiones colgará la raqueta a los 38 años esta semana tan pronto como España se quede fuera de la competición —Alcaraz debía jugar ante Griekspoor y debía ganar para llevar el cruce al desempate del dobles—.
En la central del Martín Carpena, donde Nadal perdió el primer punto de la eliminatoria, el público entendió desde el primer momento que el tenista de Manacor está al límite, que ya no es aquel portento que corría por la pista con la energía de un correcaminos y la fuerza de un miura: a cada momento delicado, ya sea un deuce, una bola de break o un 30-30, una ovación; a cada sopapo del neerlandés, un “¡sí se puede!” coordinado entre miles y miles de gargantas o un “¡Vamos, Rafa!”.
Otras veces fueron frases individuales, sin el apoyo del grupo, como la mujer que le dedicó un “Vamos, Rafita de mi vida” o el hombre que le dijo “Rafa, eres eterno” cuando el choque se había torcido tanto que necesitaba una de sus nadaladas, esos regresos históricos desde las catacumbas cuando parece que ya todo está perdido. En la pista de cemento azul y verde del Martín Carpena, pese a las señales que mandaba esta tarde el balear de que el cuerpo ya no lo acompaña —los desplazamientos laterales lentos, la falta de punch en su derecha en otros tiempos mortal—, todos creían o querían creer en la remontada, sobre todo después de que recortara uno de los dos breaks de ventaja de los que disfrutaba el neerlandés en el segundo parcial y pasara del 4-1 al 4-3.
Con el estadio abarrotado de banderas, bufandas y camisetas de España y de Nadal y pancartas con el lema “Gracias, Rafa” —en los alrededores también había cientos de personas que seguían el partido por una pantalla gigante o picaban algo en los puestos de comida—, el balear transmitió al público esa energía tan suya: en las pocas ocasiones que se llevó un intercambio clave cerró el puño y levantó el brazo con rabia o gritó enfurecido “vamos, Rafa” hasta que al final el neerlandés lo doblegó. El campeón de 14 Roland Garros dio la mano a su rival al lado de la red, fue a su banquillo, se acercó al centro de la pista, saludó al público y se llevó la última ovación atronadora de la noche, tal vez la última de su extraordinaria e irrepetible carrera como jugador profesional si Alcaraz y el dobles español —formado a priori por el murciano y Marcel Granollers— no lo evitan por la noche.