Apenas dos veces por año se humedece el cauce del río Draa, en el sur de Marruecos, que serpentea desde las altas cumbres de la cordillera del Atlas hasta el océano Atlántico. Sin embargo, allí donde empieza el desierto, su inestable caudal alimenta las raíces de los árboles a su vera, nutre las capas freáticas del suelo de los palmerales que cimentan los oasis y rellena algunos pequeños embalses de riego. Pero, además, también tiene que colmar la sed de los establecimientos turísticos que hacen soñar a los viajeros del Sáhara, incluso en tiempos de sequía.
El Draa nombra el sistema fluvial más largo de Marruecos, con 1.100 kilómetros de longitud, y también designa el territorio de un patrimonio cultural ineludible, en el que confluyen los hábitos de los caravaneros nómadas y las costumbres de los pueblos árabes y amazighs que han construido sus casas junto a las puertas del norte del Sáhara. Allí, en los últimos terrenos antes de que las dunas se vuelvan olas de un mar de arena interminable, en la localidad de M’hamid El Ghizlane, se reúnen cada año músicos y camelleros con vecinos, mercaderes de zocos itinerantes y turistas para celebrar las culturas del desierto, y aprender a cuidarlo como espacio singular de biodiversidad.
Sostener esos modos de vida nómada constituye, precisamente, el objetivo de la asociación local Joudour Sahara que, del 29 de noviembre al 1 de diciembre de este año, organizó la tercera edición del Festival Zamane, con apoyo estatal y socios internacionales. El festival son tres tardes de música que rescata los sonidos antiguos de la región, aunque también hay momentos del día dedicados a conocer los ecosistemas de un oasis, las amenazas a las que se enfrentan —entre ellas, los efectos del calentamiento global—, así como la encrucijada actual para sus poblaciones, mermadas por el éxodo de los jóvenes y los embates de todo tipo a los que se ha sometido a los espacios naturales en el último siglo.
En este imponente paisaje sahariano que ha atravesado todos los tiempos, emerge la figura del dromedario, protagonista de las antiguas caravanas como medio de transporte insustituible, actual atracción turística y eterno proveedor de cuero, leche y carne. Y Zamane rindió homenaje a esos animales de compañía, que han sido destacados por Naciones Unidas por su función “para generar resiliencia ante el cambio climático”, con la designación de 2024 como el Año Internacional de los Camélidos.
Sobre la arena más fina y dispersa que nunca (por la sequedad ambiente que la vuelve polvillo), donde las oraciones y las estaciones se establecen según la posición del sol, solo el fiel camello sigue encontrando caminos transitables. Esta capacidad de memorizar lugares exactos —aunque las dunas se muevan— y su resistencia a las variaciones térmicas son habilidades que rescatan algunos de los propietarios de las tropillas de camélidos reunidos en una jaima, en torno a una mesa con dátiles, durante una mañana de domingo en el oasis de M’hamid El Ghizlane. Hablan de su inteligencia y su valía, todavía hoy, cuando prácticamente han sido reemplazados en su función de transporte por los vehículos todoterreno. En efecto, hace solo un par de meses, cuando las inundaciones se volvieron catastróficas en la zona, solo se podía acceder a algunos sitios a lomos de un dromedario, porque en esas circunstancias, fallaba inclusive la última tecnología en tracción, según señalan.
La visión amplia del que monta un dromedario
Los hombres azules del Sáhara —por sus vestimentas y turbantes celestes— no se acomplejan al compararse con un dromedario en su concepción del espacio, abierto y sin fronteras, ni en su andar sin ataduras. La poesía oral que llega en árabe hassaní (la variante dialectal del sur marroquí) dice: El olor de mi bienamada no lo olvidaré jamás, ni a lo largo del tiempo ni en ningún lugar/ el olor de la bienamada no lo percibirá nadie más que quien monta sobre el dromedario.
Sin embargo, con el extractivismo, la agricultura intensiva y la sedentarización, ese espacio abierto y libre en el que las manadas de camélidos encontraban sus pasturas sin brújula se viene reduciendo inexorablemente. De ahí que los pobladores de toda la vida que han elegido quedarse en el lugar, como Halim Sbai, director de la asociación Joudour, ponen al Sáhara en pie de igualdad con la Amazonía, para decir que estos sitios naturales pertenecen a todo el mundo, y que deberían convertirse en espacios protegidos como los parques nacionales, en los que haya un turismo cultural y ecológico, restricciones vehiculares y se tracen pistas de velocidad limitada para el tránsito de quads y camionetas.
Históricamente, el oasis se ha integrado al desierto, con casas hechas de barro y ramas secas, una arquitectura que interactúa amablemente con el paisaje, o la “belleza innata que nos rodea”, según la descripción del adobe del arquitecto egipcio Hassan Fathy.
No obstante, “cuando construirse una casa de cemento fuera del oasis empezó a significar el progreso, este hábitat empezó a languidecer”, señala Sbai, quien nació y se crio en M’hamid, aunque tuvo que salir para hacer la secundaria y estudiar en la universidad, en Marrakech.
Al volver a su pueblo, relata, el turismo florecía y había empezado a entrar mucho dinero, “con todos los efectos colaterales negativos que esto conlleva, entre ellos, la polución o el que los jóvenes se descarríen”. Sbai confiesa que su reflexión acerca de la necesidad de “hacer cosas por el patrimonio cultural (lo inmaterial) y lo natural de este entorno” fue el germen de este festival. Porque a través de un evento festivo es posible visibilizar la problemática específica de estos espacios de frontera entre el oasis y el desierto. Al mismo tiempo, desde su asociación se impulsaron acuerdos con la fundación Playing for Change, para la creación de una escuela de música que ya está en marcha, y con otras ONG europeas para la construcción de huertos ecológicos y espacios comunitarios. Y con distintas administraciones marroquíes se comenzó el trabajo para revitalizar el ksar (ciudad fortificada) de Bounou, y dotarlo de las infraestructuras necesarias para fijar la población local.
“Los músicos son embajadores de lo que aquí sucede”, apunta el director del festival, mientras organiza la actuación de las cofradías de la región, que se forman en torno a los miembros más veteranos, blandiendo sus krakabs (castañuelas metálicas) que acompañan los coros de alabanzas, o las espadas para la teatralización de sus bailes. También hay invitados de Níger, como el músico Bombino, y del norte de Malí, entre otros.
Con el horizonte ondulado como escenario, las mujeres, ataviadas de manera diferente para cada ceremonia, cantan o bailan al ritmo de las palmas y los tambores; con sus característicos gritos ululan al viento o claman su sensualidad frente a los hombres casaderos, en danzas como la guedra. Cabe recordar que, en las sociedades saharianas, muy próximas a la cultura tuareg, la mujer tiene un estatus y una libertad particulares, además de su cuota de poder como ama de la jaima.
El desierto se desmembra en un campo de refugiados
“Yo quería ser artista; por las redes me enteré de que existía una app que simulaba las cuerdas de una guitarra y, usando la pantalla como mástil, comencé a aprender, solo”, explica Ali Ag Mohamed, de 18 años, líder del grupo Assouf N’dawna, que vive en el campo de refugiados de M’bara, en Mauritania, y que por primera vez ha viajado al exterior para tocar en un concierto propio, dentro del Festival Zamane. En ese asentamiento del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) se han establecido decenas de miles de malienses de diferentes etnias (tuaregs, bambara o peul, entre otras), que son las principales víctimas de décadas de conflictos entre facciones políticas que luchan por el poder y delincuentes con diversos negociados clandestinos en el Sahel.
En ese contexto, no cuesta imaginar a Ag Mohamed practicando la guitarra imaginaria, durante los largos dos años en que añoró tener una de verdad. Un día la guitarra llegó y, pronto, también el director de este festival magrebí, que quiso invitar a este joven y sus colegas a dar su testimonio, cantando sobre un escenario.
El siguiente capítulo es la travesía de Sbai, quien tuvo que viajar personalmente para que estos cuatro jóvenes de entre 18 y 32 años pudieran ir a Bamako y obtener sus papeles para cruzar varias fronteras que solo lo son a efectos burocráticos, porque en el Sáhara, todas las culturas se parecen como hermanas. Así llegaron al oasis de M’hamid El Ghizlane y pueden narrar su experiencia de autodidactas que, a pesar de vivir en las condiciones de un campo y casi haber “perdido la noción del tiempo”, se sienten “conectados con el mundo”, aunque no dejen de reclamar: “queremos volver a casa”, según expresa Ahmadou Ag Mohamed Aly, el mánager y hermano mayor de Ag Mohamed.
Ellos le llaman Azawad a la región saheliana que consideran su hogar. Hablan tamasheq y celebran la música tuareg, la que han popularizado sus ídolos de Kidal, los Tinariwen. El nombre del grupo evoca la nostalgia del lugar en el que nacieron, Gargando, en el que había un lago que no llegaron a conocer. Tocan, sobre todo, versiones de Tinariwen, ya que, según confiesa el representante: “Entre nosotros no hay derechos de autor, por eso queremos grabar nuestras canciones antes de hacerlas en vivo”. Por eso, sostiene Ahmadou, han demandado a las autoridades de Naciones Unidas poder contar con un estudio de grabación y una escuela de música en el campo.
Al otro guitarrista, Mohamed Aly Ag Mohamed (20 años), le preguntamos por sus referentes en la escena mundial, y tras un largo silencio, enumera: Dadju, Michael Jackson, Souf, Oussama, Goulame.
¿Sobre qué cantan? “La nostalgia, el placer, el sufrimiento”, desgrana el mayor de los intérpretes, Aboubacrine Ag Amano (hijo del conocido griot Amadou Ag Issa, del grupo Tartit), que en voz baja avisa: “Necesitamos cualquier tipo de ayuda para hacer música. Empezamos con nada. Gracias a Dios ya tenemos guitarras, pero necesitamos muchas otras cosas”.
“La raíz de los problemas de la región es el desconocimiento del otro”, interpreta Sbai, el anfitrión de este oasis. Para “arreglar estos conflictos hay que entender la cultura de estas personas nómadas, que son hombres libres, como los dromedarios, que no pueden estar en espacios cerrados porque se sienten prisioneros”, zanja.