En las calles de Sevilla han brotado este verano 1.900 contenedores marrones para los residuos orgánicos -restos de comida o de jardín-. Con años de retraso respecto a otras capitales, la andaluza ha hecho por fin los deberes para intentar lograr un compost que se reutilice en la agricultura y reverdecer la economía circular con más reciclaje. Sin embargo, el objetivo se incumple cada día porque los metales pesados como plomo, zinc o mercurio que tienen otros restos arrojados al quinto contenedor contaminan los desechos orgánicos hasta inutilizarlos.
El aterrizaje masivo de los contenedores marrones ha venido acompañado de campañas de concienciación ciudadana, pero estas no han cuajado y los vecinos arrojan todo tipo de restos como pinturas, pilas, cartuchos de impresora y hasta bicicletas. El resultado es que el compost obtenido no tiene salida al campo porque sus metales pesados contaminarían los cultivos y sus alimentos, y esta mezcla con aspecto de tierra negra se debe quedar en el vertedero de Montemarta Cónica, ubicado en Alcalá de Guadaíra, para tapar sus gigantescas montañas de residuos, que crecen día tras día.
“Cuando Sevilla empezó a recoger basura orgánica en mercados y grandes centros productores, la calidad [del compost] era aceptable, pero al abrir el abanico sin campaña de concienciación, empeoró. Hasta que la materia prima no sea de calidad, el resultado seguirá incumpliendo la ley de fertilizantes. Si te dan peras no puedes hacer manzanas. Lo tiene que hacer [el reciclaje] todo el mundo bien. Es un proceso a granel, a lo bestia”, ilustra Agustín Martínez, director de este enorme centro de reciclaje que concentra la basura de 1,4 millones de personas, la más grande al sur de Madrid.
El Ayuntamiento sevillano (PP) alega que las campañas de concienciación -con buzoneo, talleres formativos y acciones en colegios- están en proceso de licitación y a la espera de la aprobación de sus pliegos. Hasta que el civismo de los sevillanos esté a la altura, el compost obtenido se quedará sin salida para enmendar los suelos donde se cultiva arroz, girasol y remolacha. Los biorresiduos suponen en peso la parte más abundante de la basura urbana: un 35,9%, según cálculos de la Fundación para la Economía Circular.
Rodeados de toneladas de basura, Germán Ramos, jefe de servicio de la Mancomunidad de El Alcor, responsable de la planta gestionada por la firma Aborgase, añade otra razón que explica la baja tasa de reciclaje lograda: “El español y el sueco son la misma persona, salvo que allí te castigan mucho y aquí no. Tengo clarísimo que ese es el problema, igual que el cinturón te lo pones más ahora. Las medidas coercitivas son muy antipopulares”. Margarita López, profesora de la Universidad Politécnica de Cataluña y que ha trabajado para la agencia de residuos de esa región, coincide en el diagnóstico: “¿Por qué no se multa a los que no separan adecuadamente? La obligatoriedad de la ley no atañe a la ciudadanía, sino a los municipios para que presten los recursos”. La ley catalana obliga al reciclaje de la basura orgánica desde 1996, aunque Barcelona se incorporó en 2010, tres lustros antes que Sevilla.
Hace décadas la basura doméstica recabada de los contenedores era en gran parte comida, pero la evolución de la sociedad con el uso de químicos en cada vez más materiales y la costumbre del usar y tirar han provocado que hoy los residuos contaminantes se multipliquen en los restos caseros: etiquetas, latas, productos químicos, juguetes con pilas, etc. Esto hace necesaria su separación para que el reciclaje sea posible, pero incluso con cinco contenedores en sus calles España incumple las normas europeas, que le obligan a que al menos el 50% de las basuras urbanas se reciclen. Sevilla ha empezado a reciclar masivamente sus biorresiduos con dos años de retraso, según la Ley de Residuos y Suelos Contaminados de 2022, que obliga a las ciudades a contar con sistemas de recogida separada de estos desechos.
En la vieja planta inaugurada en 1997, con casi 160 hectáreas y donde trabajan 30 personas, el gruísta Isaac Peral traslada la basura de restos y la orgánica por turnos separados hasta las cribas, unos enormes tubos con pinchos que taladran las bolsas y de donde salen separados los residuos menores a 10 centímetros. “Se ve claramente que no es orgánico orgánico, y algo más de control debíamos tener”, comenta sobre la mezcla de la comida con otros desechos. Rafael López, presidente de la Red Española de Compostaje y científico del Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología (CSIC), organismo que analiza la calidad del compost de las plantas andaluzas, pone como ejemplo para obtener una mezcla sin metales pesados el sistema de recogida puerta a puerta instaurado en la Sierra de Cádiz y, hace décadas, en amplias zonas de Cataluña y País Vasco, aunque sus costes económicos son altos.
A través del cristal se ven decenas de gaviotas y cigüeñas carroñeras a la caza de alimento. Tras la primera criba de la basura, hay en la descomunal nave operarios que hacen una separación manual de residuos, que en otras plantas más modernas ya hace un separador óptico con más precisión y rapidez.
La planta sevillana recibe cada vez más basura orgánica y ya duplica el ritmo de la recibida en 2023: 1.700 toneladas el pasado octubre y 10.100 el año pasado (una media de 840 toneladas cada mes). Solo la ciudad de Valencia (830.000 habitantes), con la mitad de población de esta planta, recogió el año pasado cuatro veces más, 39.305 toneladas de residuos orgánicos gracias a sus 3.296 contenedores marrones, según datos del Ayuntamiento. “No reciclo los restos de comida porque no tengo espacio en mi cocina, ya tengo cuatro contenedores en mi piso de 70 metros cuadrados, no me cabe. Quizás podrá ser cuando el niño se vaya de casa”, comenta Diego Carrascosa, que vive en Sevilla Este. A su lado está Clara Franco, del barrio de Santa Eurelia: “En casa reciclamos todo, incluidos los tapones, y desde hace poco también la comida sobrante”.
Martínez aclara que no son necesarias bolsas compostables y la comida se puede reciclar en bolsas de plástico normales, ya que estas desaparecen en la primera criba. Solo tras Canarias y Castilla-La Mancha, Andalucía fue la tercera región del país con la tasa más baja de ciudadanos que tenían contenedores disponibles y cercanos para poder reciclar (un 63%), según el barómetro de 40dB para EL PAÍS del pasado marzo. La ley obliga a realizar análisis de cada lote de compost que sale de las plantas en dirección a las fincas agrícolas, pero el control lo hacen los gobiernos regionales y sus técnicos deben avisar a las empresas antes de acudir a las plantas.
¿Cómo se obtiene el compost?
La basura orgánica recogida pasa por un proceso de cribado inicial para eliminar el voluminoso y quedarse así solo con el fino de menos de 10 centímetros. La masa obtenida se fermenta entre dos y tres semanas, y ahí las moléculas principales se rompen al descomponerse y alcanzar temperaturas de hasta 60 grados. Durante el proceso, se separan mediante distintas técnicas -como imanes- los metales como acero, aluminio, bronce, cobre y latón, que van a plantas separadoras para luego terminar en la fundición.
Más tarde, la basura resultante se vuelve a cribar para obtener un material más fino, de menos de tres centímetros, que madura durante unos cinco meses en montañas al aire libre, donde se mezcla con poda triturada para darle cuerpo y estructura a la masa. Ahí es cuando la flora bacteriana descompone la materia orgánica. Al tocarla, se nota claramente que desprende calor y su temperatura es elevada.
Finalmente se somete a un último cribado en la mesa densimétrica, donde con un flujo de aire se separan por peso las piedras, huesos y vidrios, y se reduce el tamaño de los desechos a solo 1,5 centímetros, para así obtener una mezcla final con aspecto de tierra de maceta.