Vivimos en un país que prefiere las luchas cainitas antes que afrontar los verdaderos problemas. Un corresponsal de Financial Times, Simon Kuper, ya lo señalaba hace un par de años al no explicarse cómo preferíamos ensimismarnos con temas como la unidad nacional antes de afrontar las consecuencias del cambio climático, uno de nuestros mayores retos. Lo malo es que la fuente de nuestras disputas no se queda en dicha obsesión, se extiende a casi todo lo que consideramos rentable para obtener ventajas partidistas. Mientras el mundo tal y como lo conocíamos ha entrado en su fase más preocupante desde hace al menos un par de generaciones, nuestra clase política sigue a lo suyo; es como danzar al borde del precipicio.
He vuelto a darle vueltas a la frase de Kuper a raíz de las inundaciones de Valencia, porque tanta devastación solo es explicable por décadas de falta de previsión y la inacción correspondiente, que afecta a cuantos han gobernado este país y la Comunidad Valenciana. Busquen ahí a los responsables, sin por ello dejar de atribuírselas a quien debería estar al mando de las operaciones de ayuda y rescate. Lo curioso, sin embargo, es que después de lo que ya sabemos, el PP no solo no ha hecho dimitir a Mazón, sino que encima ha elevado su bronca a Bruselas tratando de destartalar la candidatura de Ribera. La ministra que casi con seguridad más ha hecho por actuar contra el cambio climático es ahora fustigada para encubrir las propias fallas de los de Feijóo. Además, ¿por qué a ella y no a otro/a perteneciente al Gobierno central? Pues porque era la pieza más alta que se podían cobrar y, de paso, debilitar a Sánchez en Europa. Lo que se ha dañado es, más bien, el prestigio de España al exhibir nuestra cerril animadversión partidista por todo el continente.
Con todo, eso no ha sido lo más preocupante. Lo que es inaceptable es que Mazón siga en su puesto y no hayan caído otras cabezas. Los políticos siempre andan exigiéndose unos a otros la dimisión; a veces por cuestiones nimias o no siempre justificadas. Ahora bien, si con más de 200 muertos encima de la mesa no se produce una dimisión de peso ya cambia la cosa. Primero, porque rompe una de las reglas no escritas de la democracia, sin las cuales es imposible que esta funcione adecuadamente, como es la asunción de responsabilidades políticas. Y aquí habría que incluir también cuestiones tales como la indisimulada designación de cargos públicos supuestamente independientes por criterios partidistas o como pago de lealtades políticas, algo de lo que ha abusado el actual presidente del Gobierno.
Luego, porque la combinación de estas u otras prácticas traslada al ciudadano corriente la idea de que para los políticos no rige eso de estar a las duras y las maduras, es lo opuesto a la idea de ejemplaridad. ¿Por qué otro Gobierno no puede escudarse en estos precedentes para hacer lo propio cuando le toca tener que responder ante algo similar? Sería una variante semejante a lo que ocurre con el “y tú más” que conocemos de los casos de corrupción; ahora se aplicaría el “y tú también”.
Lo peor de todo es que cuando hacen o dejan de hacer lo que deben se sienten perfectamente blindados frente a cualquier sanción electoral. Es la prima derivada de la polarización en la que vivimos, donde con tal de que no venga el contrario c’est tout pardonner. Y de ello ya se encargan los argumentarios y relatos mediáticos de los afines. Polarizar les sale rentable, estrecha nuestro juicio político y nos convierte o bien en ciudadanos acríticos e indulgentes (con los nuestros), o en implacables e irreprimibles censores (del otro). Un chollo.