Acabamos 2024 confirmando lo que ya sospechábamos: tanto uso de las redes sociales está dejando nuestros cerebros para el arrastre. Como resaltaba recientemente un artículo de Facundo Macchi, la adicción a internet provoca cambios estructurales en el cerebro, disfunciones como la merma de la capacidad de atención y de la memoria. Estas investigaciones, avaladas por el trabajo de prestigiosas instituciones como la facultad de medicina de Harvard, o el King’s College de Londres, revelan que al consumir redes sociales en bucle acabamos pensando con menos claridad y foco y tendemos, de la mano del algoritmo embaucador, a generar una percepción alterada de la realidad. Nos hemos divertido mucho en estas plataformas. Tan sólo sucede que la factura que nos han pasado resulta más abultada de lo que pensábamos.
Con las poquitas neuronas disponibles encaramos 2025, el año en que, paradójicamente, necesitaremos hilar más fino en el análisis de las redes, el gran pulmón de la comunicación global, especialmente ahora que Donald Trump asume el mando de la primera potencia mundial. Ya sabemos que no está sólo en la cumbre. Elon Musk ha dejado claro que sus ambiciones de poder no conocen fronteras y aspira, al golpe de talonario y tuit, a convertirse en el metapresidente global apoyando a candidatos ultras con citas electorales en 2025. Llegamos cortitos de reflejos a un momento histórico que nos exige clarividencia para identificar los riesgos que el tecnofeudalismo plantea a nuestras democracias.
2025 será el año en que debamos defender la autonomía de nuestras sociedades y, sobre todo, proteger nuestra propia autonomía individual. Si las redes ya han mermado algunas de nuestras capacidades cognitivas, corremos ahora el riesgo de que el uso sin límites de la inteligencia artificial nos haga cada vez más dependientes. Resulta impresionante la facilidad con la que ChatGPT o cualquier inteligencia artificial generativa redacta por nosotros, con el estilo deseado, aquello que le pidamos, ya sea una carta, un ensayo, un mensaje de condolencia, el resumen de un libro o un hilo de X. La IA planifica en un segundo nuestra siguiente escapada de fin de semana, nos soluciona los menús familiares y cuadra el presupuesto de los regalos de Navidad o de la oficina para 2025. Decenas de aplicaciones se encuentran a nuestra disposición para generar fotografías, ilustraciones o vídeos a partir de la situación y los protagonistas que le indiquemos. Parece magia y sólo estamos en los inicios de esta revolución.
La IA será cada día poderosa, más barata e invisible. Resulta difícil no explotar las enormes ventajas que esta tecnología aportará a nuestras vidas en términos de optimización de recursos y ahorro de tiempo. Pero ahora le invito a una pequeña reflexión: piense en todas aquellas ocasiones en que usted cede a una inteligencia artificial una tarea intelectual que antes hubiera realizado personalmente. Calcule las veces que ha dejado de escribir a mano para ordenar sus ideas, o de perfilar el texto para una carta profesional o para un familiar cercano. Cuántos cálculos matemáticos garabateados en una libreta dejó de hacer en 2024 o las veces que su imaginación y creatividad se quedaron en el banquillo. Trace, en definitiva, el mapa de su “cesión cognitiva” a la inteligencia artificial. Quizás este ejercicio sirva de ayuda para definir cuáles son las tareas que queremos delegar y cuáles no, aquellas que queremos seguir realizando con nuestros cerebritos.
No serán las compañías tecnológicas las que nos alerten de la necesidad de proteger nuestra libertad frente al tsunami de la tecnología y su imponente capacidad para crear seres dependientes, como ha sucedido con las redes sociales.
Les deseo un 2025 lleno de salud, buenos libros y bonitas experiencias lejos de las pantallas. Y una dosis extra de espíritu crítico. La vamos a necesitar.