El pasado lunes, durante el concierto de Paul McCartney en Madrid, no dejé de pensar en unas palabras de John Lennon que había escuchado apenas una semana antes. Son las palabras que cierran el entretenido documental Beatles ‘64, recientemente estrenado en Disney+. “Siempre se insistió en que The Beatles lideraron algo”, decía un Lennon ya fuera de la banda. “No lo sé. Y, en todo caso, sólo fueron una cara. Lo que no me gustaba era la insistencia sobre haber liderado algo. Ahora lo veo como que hubo un barco que iba a descubrir el nuevo mundo. The Beatles iban en el puesto de vigía de ese barco. Quizá The Rolling Stones también estaban. Pero digamos que eran The Beatles quienes estaban. Sólo dijimos: ‘¡Tierra a la vista!’”.
Rodeado de miles de personas en el WiZink, pero sobre todo al lado de mi hijo de 12 años, al que llevé a ver nuestro primer y, seguramente, último concierto de McCartney, pensé en esa tierra. Un lugar que no sabría describir, pero que creo que, después de tanto tiempo, podría perfectamente señalar con el dedo y decir: “Ahí está”. Quizá, por eso, y después de que en los días previos al concierto le comenté a mi hijo en varias ocasiones lo importante del acontecimiento, cuando McCartney saltó al escenario, me salió soltarle: “Ahí, mira, es real”.
La tierra que divisaron The Beatles es la tierra en la que siempre quise vivir. Bueno, en la que quise hacerlo desde que, encerrado en mi habitación como en un camarote, me enganché con 14 años a las canciones de Bruce Springsteen. A día de hoy, ya me parece toda una vida. Esa tierra brillaba con luz propia, como una hoguera en la playa abandonada. Como cuenta en sus memorias el propio Springsteen, él también quiso vivir en ella desde que, como cientos de miles de adolescentes estadounidenses, vio a The Beatles en The Ed Sullivan Show, justo el momento histórico en el que se centra el documental Beatles ‘64. “Desde el otro lado del mar, los dioses regresaron justo a tiempo”, escribe Bruce en el capítulo que titula El segundo advenimiento porque el primero se recoge en un capítulo anterior titulado El big bang y se refiere a la aparición de Elvis Presley en el mismo programa televisivo en 1956.
Pensar en las palabras de Lennon era imaginarme a los cuatro de Liverpool, calificados por Bruce como “el monte Rushmore del rock”, como si fueran esos dibujos animados de ‘Yellow Submarine’ en la parte de vigía de un gran barco. O como una imagen en blanco y negro de ellos, como las que se veían por las pantallas del WiZink durante el concierto de McCartney. Porque, a día de hoy, al menos para mí, y seguro que no soy el único, una foto de The Beatles en blanco y negro aún significa el mundo entero. Lo contiene, como sólo los pequeños gestos contienen secretos que pueden hacer que el mundo no siempre sea un lugar desquiciante o inhóspito.
Si The Beatles iban arriba de ese barco, el mismo que Elvis Presley puso en marcha con su movimiento de caderas y su voz estratosférica y que Bob Dylan con sus letras se encargó de enderezarle el rumbo hacia esa tierra que esperaba en algún horizonte, todos los demás íbamos, como peces solitarios, a perseguir la estela que dejaron con él en el océano del tiempo. Con sus canciones, sentíamos lo mismo que sintieron ellos cuando dijeron: ¡Tierra a la vista!
Del puñado de veces que me emocioné durante el concierto de McCartney, hubo una que fue algo más que un asunto personal. Sucedió cuando todo el pabellón coreó a pulmón abierto ‘Hey, Jude’, la canción preferida de mi hijo y el único himno que me emociona y en el que creo en un planeta repleto de banderas y fronteras. Vislumbré la tierra que, décadas atrás, Paul, John, George y Ringo divisaron. Envuelto en la intensidad de los acordes melancólicos y esos na-na-na-nas desgarradores, recordé algo que a veces olvido: la tierra divisada es mejor habitarla en compañía. Como cantaba Springsteen, dos corazones son mejor que uno. Y el alma humana, como escribía John Steinbeck en Las uvas de la ira, es el resultado de la suma de muchas pequeñas almas humanas. Porque, en soledad, uno puede acabar hablando con un coco como Robinson Crusoe.
Hoy, pareciese que la tierra divisada, ese nuevo mundo, se ha quedado vieja. Sin embargo, a estas alturas, más de medio siglo después de aquellas imágenes en blanco y negro de los de Liverpool en The Ed Shullivan Show, es bastante peor: a veces, aquella tierra es como si se la hubiese tragado el océano. Como si los mares se hubiesen agitado con tanta violencia que hubiesen barrido con un territorio al que The Beatles cantaban con alegría, desenfado y esperanza. Vivimos hoy en un mundo donde los piratas del odio y la sinrazón destrozan con osadía y sin escrúpulos cada cosa que en aquella tierra divisada tenía sentido. El significado de aquella tierra tenía que ver con la convivencia entre diferentes, un lugar para que todos los distintos se sintieran como iguales y se creyese en la fraternidad y las causas solidarias porque en el nombre de la libertad no se imponía una visión sino se trataba de entender la de los otros. En definitiva, aquella tierra era una república orgullosa y nunca acabada de la gente corriente que había vencido a las ideas del fascismo y la intolerancia en el siglo XX.
Con Paul McCartney ahí de pie, cantando con una dignidad deslumbrante, a sus 82 años y el siglo XX a sus espaldas, las canciones de The Beatles cobraron vida y un pensamiento sobresalió de los demás: el barco de The Beatles no estaba hundido. Jamás lo estuvo, pero quizá dejamos que varase después de algunas tormentas. Ese barco es nuestro, como nuestras son ya las canciones de The Beatles, y es hora de volver a ponerle rumbo. Paul McCartney se encargó de recordárnoslo. Por eso, camino a casa, en el coche, quise tener palabras para explicar a mi hijo cosas de esa tierra en la que quiero vivir aún con la misma pasión con la que quise vivir desde que escuché por primera vez a Bruce Springsteen y, después, a The Beatles, pero era tarde y las emociones del concierto aún eran muy intensas. Al poner ‘Hey, Jude’ en el reproductor, sentí muy dentro ese verso escrito por McCartney: “Toma una canción triste y hazla mejor”. Fui a hablar, pero mi hijo dijo: “Papá, sube el volumen”. Hice caso, callé e imaginé a Paul, John, George y Ringo en el puesto de vigía sobre el capó de mi propio coche.
La vida nunca deja de ofrecer destellos.
Conduje, me sentí otra vez agradecido a The Beatles y, además, con la esperanza de que mi hijo y muchos como él podrían por sí mismos algún día gritar: “¡Tierra a la vista!”.
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo