Hay dos anécdotas que definen bien la trayectoria extracinematográfica de Sean Penn (Santa Mónica, California, 64 años): sus famosos disparos a los helicópteros que intentaron grabar imágenes de su boda con Madonna y el pedo que confesó haberse tirado ante “El Chapo” Guzmán, el sanguinario narcotraficante méxicano, durante una entrevista para Rolling Stone. “Una pequeña flatulencia”, se disculpó. La primera encaja con el estereotipo de la estrella de cine rebelde y atormentada clásica de Hollywood en la que tan bien encajó el que fue saludado como el nuevo James Dean —surge uno cada semana—; la segunda ayuda a perfilar su deriva hacia causas políticas y sociales a veces extremadamente controvertidas.
El hombre que simbolizó la masculinidad gélida y compleja y se posicionó como “un actor dedicado de intensidad melancólica”, en palabras del periodista Ross Simonini, tiene una hoja de trabajo deslumbrante que incluye un buen puñado de personajes complejos y atormentados en sintonía con su propio carácter. Él mismo nunca ha tenido problema en considerarse una “persona difícil”.
Su figura es heredera del Hollywood que conoció en su infancia, un Hollywood comprometido al que pertenecía su padre, Leo Penn, un actor que sufrió el ostracismo tras ser incluido en la Lista Negra de Hollywood —los artistas estadounidenses que durante los años cuarenta y cincuenta fueron acusados de simpatizar con el comunismo—. Penn fue apartado de la pantalla simplemente por apoyar a “los diez de Hollywood”, un grupo de guionistas, directores y productores que fueron encarcelados por su negativa a responder a las preguntas del Comité de Actividades Antiamericanas.
Leo Penn, que entró en combate durante la Segunda Guerra Mundial, es el gran héroe de su hijo. “No puedo entender que después de haber volado en 37 misiones en una zona de guerra y ser derribado dos veces, regreses al país por el que arriesgaste tu vida y te digan que ya no puedes trabajar en él. Yo no habría tolerado eso. Probablemente habría buscado iniciar una revolución”, se lamentó en The Talks.
A Penn le “duele su país” y no tiene ningún problema en manifestarlo. Sus críticas a la administración Bush por su papel en la guerra de Irak llevaron al presentador de Fox Sean Hannity a llamarle en antena “enemigo del estado”. A pesar de ello, años después el actor visitó su programa para concienciar sobre la crisis de Ucrania. Tampoco se ha ahorrado sus opciones sobre Trump, al que considera “una desgracia”. Uno de sus mayores miedos actuales es que Hollywood se pliegue ante él como lo están haciendo los magnates de Silicon Valley. Le preocupa también la falta de interés de la industria del cine estadounidense por los riesgos, lamenta que ya no se hagan películas como las que le hicieron enamorarse del cine en su infancia, que ya no haya actores como Marlon Brando o Dennis Hopper (que acabaron siendo sus amigos), que ya no se arriesgue en la pantalla.
Habló de ello durante el homenaje que recibió el pasado año en el Festival de Cine de Marrakech. Durante un homenaje a su figura denunció la cobardía de la Academia, pero ve algo de esperanza. “No me emociono mucho por lo que llamamos los Premios de la Academia, salvo cuando aparece una película como The Florida Project, I’m Still Here o Emilia Perez”, señaló. También aprovechó los micrófonos para denunciar la falta de apoyos de The Apprentice, en la que el reciente ganador del Globo de Oro, el “soldado de invierno” Sebastian Stan interpreta a Donald Trump. “Es asombroso cómo este negocio de inconformistas puede tener tanto miedo ante una gran película como esa, con actuaciones grandiosas”, añadió. “Es sorprendente que ellos también puedan tener tanto miedo como un pequeño congresista republicano de poca monta”, denunció.
Esta desilusión con la industria actual es lo que le ha hecho virar hacia el periodismo y el activismo. “Pasé 15 años miserable en los sets de rodaje. En Milk fue la última vez que me divertí”. La película sobre el político gay, de 2009, le proporcionó su segundo Oscar. El primero llegó por la magistral Mystic River (2003).
Eso no lo ha convertido en un renegado. Sigue trabajando y acaba de estrenar el thriller Ciudad de asfalto, del francés Jean-Stéphane Sauvaire junto a Tye Sheridan, Mike Tyson y Kali Reis. Pero resulta una película menos sustanciosa de lo que solía ser habitual para alguien cuya carrera incluye títulos como Pena de muerte (1995), Acordes y desacuerdos (1999) y Yo soy Sam (2001), por las que fue nominado al Oscar, o The Game (1997) y Atrapado por su pasado (1993).
Su extraordinaria personalidad cinematográfica ha conseguido imponerse a su carácter volcánico. Algo que no presagiaban los frecuentes incidentes en los que ha estado implicado. En 1985 fue multado por agredir a dos paparazzi que intentaron fotografiarlo junto a Madonna, algo que se repitió meses después cuando golpeó a un corresponsal del periódico Hong Kong Standard en Macao, mientras él y la cantante rodaban Shangai Surprise.
En 1986 fue acusado de agresión por el músico David Wolinski, al que supuestamente golpeó después de que intentase besar a Madonna. Penn fue sentenciado a un año de libertad condicional, pero no pisó la cárcel. Sí lo hizo un año después tras golpear a un extra de su película Colors: colores de guerra (1986). De los 60 días a los que fue condenado pasó 33 entre rejas. Se mantuvo un tiempo alejado de los juzgados, pero en 2010 de nuevo un incidente con un fotógrafo le llevó a cumplir 300 horas de servicio comunitario y realizar un curso sobre manejo de la ira.
Pero ningún incidente ha condicionado tanto su imagen pública como su supuesta agresión a Madonna. Su relación siempre fue tormentosa e incluyó una boda salvaje definida por Penn como “un remake de Apocalipsis Now” en la que el novio acabó disparando a los helicópteros de la prensa que intentaban captar una imagen de la ceremonia. Tras una visita de los SWAT a la casa de la pareja, que acabó con una puerta derribada y Penn esposado y en comisaría, surgieron los rumores y las especulaciones.
¿Qué infierno había vivido Madonna durante su matrimonio con el actor? Se habló de que la había atado “como a un pavo” y golpeado durante horas, incluso con un bate de béisbol. La única información por parte de los implicados es lo que ambos contaron en 2015 después de que el director Lee Daniels (Precious, El mayordomo) asegurase que lo que había hecho la estrella de su serie Empire Terrence Howard —admitir que había golpeado a su mujer—, no era tan distinto a lo que había hecho Sean Penn. El actor lo denunció por difamación y Madonna aseguró bajo juramento que todos los rumores sobre agresiones eran falsos y el actor jamás la había golpeado.
“No sólo ganamos el caso”, dijo Penn sobre el acuerdo, “sino que Daniels escribió una carta pública y tuvo que contribuir a CORE” (su organización benéfica Community Organized Relief Effort). Sea o no cierto, Madonna es uno de los principales apoyos de sus causas humanitarias y este, a quien ella llamó durante años “el amor de su vida”, es uno de sus principales admiradores.
A tenor de sus movimientos en las últimas dos décadas parece que el actor ha canalizado parte de su ira a través de un activismo político y social incansable. CORE se ha convertido en una de sus principales ocupaciones, a veces en detrimento de su carrera actoral. Durante la pandemia montó uno de los programas de pruebas de coronavirus más grandes de Estados Unidos con casi cuarenta puntos que incluían a las comunidades más vulnerables o abandonadas, como la reserva de la Nación Navajo.
Su curiosidad es inversamente proporcional a su miedo al riesgo. En 2003, tras la invasión de las tropas estadounidenses, viajó a Irak para escribir sobre la experiencia para el San Francisco Chronicle. Disfrutó tanto que repitió de nuevo en Irán dos años después. Según declaró a The New Yorker, hacer de reportero era como actuar. “Te levantas por la mañana con interés por escuchar y expresarte, es acercarse al dolor de la gente”. Más conflictiva fue la entrevista que le hizo al narcotraficante méxicano “El Chapo” Guzmán. Penn, que pretendía concienciar sobre el impacto del narcotráfico, la consideró un fracaso y el resto del mundo un disparate.
Al escondite del Chapo lo llevaron, además de la actriz Kate del Castillo, sus buenas relaciones con Raúl Castro y el venezolano Hugo Chávez, a quien considera “una de las fuerzas más importantes que hemos tenido en este planeta”. Menos controvertidas resultaron sus contribuciones humanitarias. En 2013, colaboró con el rescate de Jacob Ostreicher, un empresario estadounidense preso en una cárcel boliviana y durante el Katrina rescató a personas a nado y desde su propia lancha. En Haití dirigió uno de los mayores centros de coordinación de la catástrofe tras el terremoto de 2010. Aunque tampoco se libró de ciertas críticas. A quienes le acusaron de buscar publicidad él les deseo “que muriesen aullando por un cáncer de garganta”. No parece que el curso de control de la ira haya funcionado del todo.
Su implicación en la tragedia de Haití tuvo también algo de expiación. Le sorprendió en plena crisis de los cincuenta y tras la muerte de su hermano (el también actor Chris Penn), su divorcio de Robin Wright y el anuncio del cáncer que acabó con la vida de su íntimo amigo Dennis Hopper.
“Quería devolver algo más para ayudar a las personas con dificultades, pero no sabía cómo hacerlo mejor”, declaró. “Estuve 20 años en una relación con Robin y 18 años con niños. No tuve tiempo de comprometerme con nada, de verdad, en lugares como Irak, excepto para denunciar la guerra. Pero ahora estoy soltero. Puedo echar una mano”.
La soltería no es su modo favorito de vida, a juzgar por la relaciones que ha mantenido. Aparte de su tumultuoso matrimonio con Madonna, también estuvo casado con Robin Wright, con la que tiene dos hijos, y con Leila George, protagonista de la serie Disclaimer e hija de los actores Vincent D’Onofrio y Greta Scacchi. También mantuvo una relación con la actriz Charlize Theron que finalmente no acabó en boda, aunque se habló de compromiso.
En una larga entrevista concedida a The New York Times el pasado verano dejó claro que ha encontrado cierta paz. “Creo que probablemente haya un período de 25 o 30 años en el que moderé la timidez con el alcohol, buscando una especie de coraje líquido. Pero después de un par de décadas o más, eso se vuelve bastante agotador. Y un día miras al cielo y te preguntas: ¿por qué coño me estoy esforzando tanto? Yo era mucho mejor cuando era niño. Y luego encontré un propósito profesionalmente. Eso cubriría la mayoría de los días, y el alcohol, las noches. Y luego te despiertas un día y dices: este juego no es tan malo”.