Pudiera pensarse que en Cataluña el pan con tomate ha sido siempre reverenciado, tenido en justa estima y tratado con esmero, pero no es así. Ha sido en el último cuarto de siglo cuando se ha hecho comida de culto. Hoy resulta “casi imposible” encontrar en Cataluña un mal pan con tomate y todo restaurante de nivel lo tiene en su carta, dice Juliet Pomés Leiz, artista e hija del autor de Teoría y práctica del pan con tomate.
Leopoldo Pomés publicó esta obra en Tusquets en 1985 y, tras ser reeditado en 2016, sigue siendo texto de referencia. Fotógrafo y publicista, tres años antes de fallecer, después de haber comido 100.000 rebanadas de pan con tomate, terminaba el prólogo de la nueva edición con lo más bonito que cabe decir sobre persona o cosa: “Cada día me gusta más”.
Cuenta Juliet que a mediados de los ochenta, cuando su padre escribió el libro, esta maravilla de la comida catalana estaba muy viva en el espacio doméstico y, sin embargo, no tenía prestigio público, no tenía sitio en restaurantes caros. “Esto le indignaba y por eso decidió reivindicarlo. Para él era un manjar y no entendía que se lo despreciara por ser simple”, explica Pomés, ilustradora de las dos ediciones. En la llaneza del pa amb tomàquet encontraba un montón de sutilezas. Todo se resumía para él en un adjetivo que se le quedó pegado de la lectura de las recetas del gastrónomo Ignasi Domenech. Magnific.
Estamos en el restaurante Flash Flash, que abrió Leopoldo hace medio siglo, un clásico de Barcelona de intemporal diseño setentero donde sirven el pan con tomate en su receta básica y también en una golosa versión con tortilla francesa, liquidita, que probamos y honra su nombre en la carta: Umm de tortilla. El aceite se lo echan con la mejor aceitera concebida para ello, la icónica Marquina, diseñada en 1961 por Rafael Marquina, una pieza de cristal elegante y funcional, antigoteo.
La receta básica u ortodoxa consta de pan, aceite, tomate y sal, los cuatro elementos de la naturaleza catalana.
La catamos en otros dos restaurantes de reputado pan con tomate, Can Recasens y Farró. En el primero, en medio de un frondoso pinar de Sant Cugat del Vallès, nos lo prepara su dueño, Jaume Recasens. Nos lo pone con pan de payés, el tradicional, que desde hace década y pico viene perdiendo presencia en favor del llamado pan de cristal o coca de vidre. En Can Recasens ofrecen los dos panes. La gente casi siempre pide el nuevo. En Farró y Flash Flash también lo sirven con el de cristal. El dueño de Farró, copropietario de La Vermu, una animada taberna donde ponen idéntico pan con tomate, considera que el pan de cristal es “como más elegante”. Cierto que tostado con tino es crocante, sabroso y más ligero que el de payés; ahora bien, a nuestro juicio carece de la contundente materialidad y el paladar genuino del de payés. Esto es como la diferencia entre mirar unas botas Camper y mirar las botas de Van Gogh.
Recasens apunta que el pan de cristal es más demandado pese a ser más caro y que, entre que este pan cuesta más y que el pan con tomate se ha vuelto tendencia, el precio del mundano festín se ha elevado de un modo a veces grosero. “En muchos restaurantes de Barcelona te cobran una fortuna”, lamenta este catalán criado como sus ocho hermanos, sana y económicamente, a base de pan con tomate, lo que los salvó del anocillamiento tardosecular español. Hoy es ya un bocado más oneroso el pan con tomate, que nació humilde según escribe por mensaje, desde Singapur, Carles Gaig, chef referencial de la gastronomía tradicional catalana. “Mi teoría es que es fruto de la necesidad de hacer comestible el pan que se había quedado reseco. A alguien se le ocurrió restregarlo con tomate y aceite para darle un poco de fluidez y, milagro, funcionó y se hizo popular. Ya más tarde se ilustró, se hizo más gastronómico y se usó como plataforma de todo lo que la imaginación pueda ofrecer: ibéricos, anchoas, ventresca, tortilla…”.
En Recasens suelen sacar el pan con tomate acompañando a la especialidad de la casa, las tablas de los ínclitos embutidos catalanes. Su cocinero Edgar Gago explica lo central de la técnica: tostar el pan sin que se pase, restregarlo con ajo si se desea, aunque es prescindible, echarle una cantidad generosa de aceite de oliva virgen extra y por último frotar encima el tomate. El hedonista Pomés demandaba hacerlo por las dos caras, acción que permite el pan de payés, cuyo corte deja miga a ambos lados, mas no el pan de cristal, que solo da una faz.
El tomate —esto es decisivo— tiene que ser tomàquet de penjar o de colgar, una variedad catalana carnosa y blanda que de siempre los campesinos engarzaban tras la cosecha de verano para dejarla colgada y que se conservase en invierno, lo que hacía posible la disposición continua del pan con tomate. “Es idónea para el frotado/untado del pan”, escribió Pomés, “pues apenas contiene agua, la pulpa es tierna y cunde mucho a pesar de su reducido tamaño, manchando el pan sin mojarlo en exceso”. “Deben ser muy rojos y maduros, pero tersos”. De sus minuciosos consejos prácticos en torno al pan con tomate mi preferido es el que recomienda “una mesa segura, con sus cuatro patas perfectamente apoyadas en el suelo”. Y de sus teorías, es encantadora la que explica por qué el pan con tomate no ha conquistado el planeta como la pizza: “El catalán es mal propagador de sus pequeñas cosas, las entrañables, las que hacen algo más vivible nuestro burocratizado existir, porque tiene un ancestral pudor al ridículo”. A este Epicuro barcelonés hay que agradecerle su llamada a ensalzar con entusiasmo este tesoro vernáculo que como toda cosa antigua y buena es patrimonio universal. “Fue un adelantado a su tiempo, un pionero. Percibió algo que estaba por suceder. Eran los años de la nouvelle cuisine y esta era la atmósfera ideal para ponerse a revisar algo como el pan con tomate”, dice Juliet Pomés.
El merecido auge de este plato también ha tenido como cariz oscuro su proliferación espuria. Mientras elaboraba este reportaje en la propia capital de Cataluña pude ver un pecado capital en el hotel de cadena donde me alojé. En el bufé del desayuno el área de pan con tomate estaba malamente encajada entre la zona de embutidos y el calentador de huevo revuelto, y encima el cartelito no se anunciaba como “Prueba nuestro pan con tomate”, sino como “Prueba nuestra gama de aceites”. Es más, y todavía peor: el tomate estaba rallado y metido en un bote. Esta manera de preparar el tomate para ganar tiempo rebaja la receta a un estado más que cuestionable. Daba lástima ver a una joven turista francesa desparramar tomate sobre su pan sin haberle siquiera puesto aceite primero, y sentarse en la mesa a mordisquearlo con triste esplín de mañana de lunes.
Quienes se toman a pecho la dignidad del pan con tomate lo condenan, otros son más compasivos. Dos lúcidos amigos catalanes me ofrecieron respuestas que ilustran ambas posiciones. El periodista Marc Bassets, corresponsal en Berlín de EL PAÍS: “La variedad de triturar el tomate y extenderlo por encima del pan me causa simpatía. No es pa amb tomàquet, es pantumaca, y a muchos catalanes los irrita, pero, sin ser pa amb tomàquet es muy bueno”. La contracción pantumaca es la españolización de su nombre. Jahel Queralt, profesora de Filosofía en la Universitat Pompeu Fabra, juzga la trituración de forma categórica: “Es un acto de barbarie”. En su familia el pan con tomate era algo sagrado. En una ocasión, su pareja, un hombre del País Vasco, se hizo un bocata de tortilla delante de sus padres sin primero frotarle tomate al pan. Él me confesó: “Se acercaron y me pegaron el toque. Fue un momento de cierta tensión”.
Metodológicamente desatado tras usar como fuente a un compañero de mi mismo periódico, algo que en el oficio se asemeja a triturar el tomate, crucé la última línea roja: preguntarle a un taxista. Era un conductor argentino que llevaba dos años en España. “Viejo”, me dijo, “a mí no me hables de pan con tomate. Lo mío es el pulpo a la gallega”.