Estuve en el campo. Cada mañana, cuando salía a correr, me seguía una perra, una border collie que iba a mi lado como si fuera mía. Nunca había corrido con un perro y me pregunté cómo sería mi vida si yo fuera otra. Si yo fuera una mujer que, por ejemplo, le dedicara tiempo a doblar trapitos azules y guardarlos en cajones perfumados con lavanda, si supiera el ciclo de reproducción de las abejas y conociera el mejor momento para plantar tomates y podar manzanos, si tuviera manzanos, si fuera la clase de persona que puede sentarse a contemplar la puesta de sol ―y no la clase de mujer que soy cuyo cerebro chirría de dolor ante la quietud, la clase de mujer que mira un paisaje en dos minutos y dice “ya está”, la clase de mujer que tiene siempre una idea dando vueltas como un guijarro caliente que choca contra las paredes del cerebro―, si supiera cuál es la mejor leña para hacer el fuego, si tuviera dónde hacer el fuego y un galpón y herramientas de labranza, si viviera en una casa con ventiladores de techo y si utilizara a menudo palabras como “corral” o “tranquera”, si tuviera un auto viejo para ir al pueblo y supiera cómo reparar ese auto viejo, si hiciera budines de naranja, si recibiera a mis amigos con un asado al aire libre aunque hiciera frío, si tendiera las sábanas al sol pendiendo de alambres erguidos con horquillas, si supiera predecir tormentas por la dirección del viento y hacer parir a una vaca, si no fuera una mujer que extraña los caballos ―una persona que acaricia el lomo de una yegua blanca reteniendo el deseo de montarla― sino una mujer que tiene caballos y los monta, si yo fuera la persona que puede tener un perro, cuidar un perro, amar a un perro que corriera conmigo bajo las casuarinas, me pregunto cómo sería pero sobre todo me pregunto qué tendría que pasar para que esa catástrofe ―que a veces ansío con tanta fuerza― aconteciera. Me lo pregunto para convocarla. Me lo pregunto para huir de ella.