De las tres formas (tierra, mar y aire) de escapar de un Líbano bombardeado por Israel, Nahida Al Matbuh y su hijo Ali Haidar Mahdi han elegido la que a priori suena más contra intuitiva: cruzar a Siria, un país en guerra desde hace 13 años. “Aquí, ahora, es más peligroso que allá”, justifica Haidar Mahdi, de 22 años. Hasta esta misma mañana no se decidían a abandonar su pequeño pueblo del valle de la Becá, una de las zonas más castigadas estos días por el ejército israelí, pero la caída de una bomba “muy cerca de casa” les ha traído hasta Masnaa, el precario ―pero principal― paso en los 375 kilómetros de frontera entre ambos países. Todavía me tiembla la mano al recordarlo. ¿Lo ves? […] Siria creo que está un poco, no mucho, mejor que la Becá”, explica la madre.
No ha sido una elección meditada, ni con muchas alternativas. Se trata, más bien, de gente que nunca se ha sacado el pasaporte huyendo hacia donde se está dirigiendo su comunidad, los chiíes. “Tenemos familiares en Canadá y llegamos a pensar en ir allá, pero nunca hemos pedido el pasaporte. Y ahora no hay tiempo para eso”, explica Al Matbuh rodeada de más maletas y bolsas que hijos.
― ¿Cuándo esperáis poder volver?
― Cuando se calme la situación. Confío en que dentro de una semana haya una tregua o un alto el fuego y podamos estar de vuelta en casa, si Dios quiere.
Un coche utilitario pasa con 12 miembros de una familia enlatados como sardinas. La bolsa con los colchones lleva el logo de la agencia de la ONU para los refugiados, Acnur. Aquí, casi nadie viaja ligero.
La familia de Al Matbuh recoge los bolsos del suelo y se dispone a atravesar el portal de entrada de Masnaa, convertido en un trasiego de coches con matrícula siria o libanesa desde el bombardeo masivo israelí del pasado día 23, que causó 558 muertos. Algunos llevan maletas, colchones y mantas atados al techo. Las furgonetas compartidas descargan cada poco a niños, adultos y ancianos.
Su elección no es nada rara, a tenor de las cifras. La frontera entre seguridad y peligro a uno y otro lado de Masnaa se ha difuminado tanto en los últimos días que casi 180.000 personas la han franqueado en apenas una semana. Solo aquel día 23 se calcula que cruzaron unas 5.000 familias libanesas.
Más de 52.000 eran ciudadanos libaneses, según la Dirección General de Migración y Pasaportes de Siria. Casi todos chiíes, a los que acogen comités locales sirios afiliados al partido-milicia chií Hezbolá (que combate del lado del líder sirio, Bachar El Asad) o que atraviesan el país hasta llegar a Irak (de mayoría chií), que acaba de retirar la exigencia de pasaporte a los libaneses para entrar.
Solo necesitan el DNI, lo que aprovechan Zeina y su hijo, Ali Daher, para hacer de la necesidad virtud. Se quejan de que acaban de pagar cien dólares cada uno y de que les esperan aún muchas horas de carretera hasta llegar a Irak, pero se les ve contentos por poder visitar una ciudad tan sagrada e importante para los chiíes como Kerbala. “Nos han dicho que hay allí centros de acogida, y que todo está organizado. Y aquí la situación está cada vez peor. Nos vamos hasta que todo se tranquilice y ―añade cerrando el puño en defensa de la resistencia que encarna Hezbolá― volvamos victoriosos”.
Los otros 125.000 son refugiados sirios que han regresado a su país, deshaciendo el camino que emprendieron desde el estallido de la guerra en 2011, cuando Líbano les parecía entonces un lugar más seguro. La anciana Amina engorda este martes la estadística, triste y sin un gran proyecto por delante. “Nos fuimos de nuestra casa en Siria bajo bombardeos y no queremos revivirlo aquí ahora. Es muy humillante para mí vivir los mismos horrores aquí y allá”, resume.
Tras siete años en Líbano, Amina tiene aún en Siria una casa a la que regresar (muchas están destruidas o el régimen las ha entregado), pero sabe por vecinos que ha sido saqueada. “No han dejado nada. Llegaremos y no habrá muebles, ni agua, ni electricidad”, lamenta. ¿Es mejor que Líbano entonces? “Bueno… Parece que en la zona a la que vamos no hay muchos ataques ahora. Y aquí los niños tienen miedo. No solo de los bombardeos, también de las bombas sónicas”, dice, refiriéndose a cuando los cazas israelíes causan un estruendo al pasar rompiendo la velocidad del sonido.
Otros no se van por miedo, sino por dinero. El sirio Qais Abdesalam, de 18 años, lleva dos semanas sin cobrar porque trabajaba en una compañía de limpieza en Dahiye, el suburbio sur de Beirut que Israel bombardea a diario. La empresa ha dejado de operar y él, de poder pagar el alquiler, así que carga mil cajas y un hornillo de gas con ayuda de su hermana para ―explica sin dramatismo― probar suerte de nuevo en su país: “En Damasco, donde voy, a veces hay algo, pero poco más. Hoy Líbano es más peligroso”.
La otra frontera: Israel
Líbano solo hace frontera con otro país: Israel. El mismo cuyas tropas acaban de cruzarla y bombardearla con violencia. Tampoco podría atravesarse en otras circunstancias. Los dos países carecen de relaciones diplomáticas y de linde oficial, así que quienes escapan estos días de un Líbano que cada día pinta más feo tienen otras dos opciones: por aire y por mar.
La primera se ha convertido básicamente en misión imposible. En las dos últimas semanas, desde la detonación por el Mosad de miles de buscas y walkie-talkies encargados por Hezbolá, las aerolíneas internacionales han anulado o prorrogado la suspensión de muchas rutas a Beirut y Tel Aviv, justo cuando la demanda para salir más se disparaba. El resultado: no quedan billetes para abandonar Líbano hasta dentro de unos días, o dos semanas, en función del destino, según cuentan quienes los han intentado comprar.
El panel electrónico de salidas del aeropuerto de la capital parece más propio de Corea del Norte que de un país con tradición turística y una importante diáspora. Salvo algún vuelo solitario de compañías iraquíes o tunecinas, todos corresponden a la aerolínea libanesa de bandera, Middle East Airlines, que apenas ha reducido el número de aterrizajes y despegues.
Uno de esos vuelos dejó el pasado sábado una imagen icónica, captada de casualidad por las cámaras de la televisión Al Jazeera. Mientras una bola de fuego se levantaba sobre Dahiye ―por una de las 40 bombas de hasta una tonelada que Israel lanzó para matar al líder de Hezbolá, Hasan Nasralá― un avión seguía hacia la pista de aterrizaje, a pocos kilómetros. Dahiye está entre la ciudad y el aeropuerto.
A esto se suma la presión de los extranjeros y los libaneses con doble pasaporte. Canadá, por ejemplo, ha reservado 800 asientos en vuelos comerciales para sus nacionales. El resto de países occidentales, como Estados Unidos, Francia o España, animan a sus ciudadanos a irse de inmediato, ahora que hay aviones comerciales.
Diferentes perfiles
Casi todo el mundo se marcha estos días de Líbano por el mismo motivo, los bombardeos israelíes, pero con presupuestos y perfiles muy diferentes. En el puerto deportivo de Dbayeh, al norte de Beirut, la huida no la organiza precisamente Hezbolá, ni se ven bolsas baratas producidas en China ni basta con el documento de identidad. Ante los problemas para volar, cientos de libaneses o dobles nacionales con dinero, pasaporte y visado Schengen están pagando entre 1.200 y 1.500 dólares por llegar a Chipre en yate, cuenta en la ensenada de madera un patrón que prefiere no ser identificado.
En su embarcación de recreo caben diez personas, que costean a partes iguales los 15.000 dólares del viaje. Suelen organizarlo los capitanes, que se pasan clientes de unos a otros. Él ostenta uno de los 12 barcos que salen cada día, bajo demanda, desde el puerto de Dbayeh en dirección a Chipre, país miembro de la UE. “Normalmente, no hago este tipo de viajes, pero me los están pidiendo mucho”, explica. En total, calcula, han viajado así unas 400 personas.
Hoy no tiene pasajeros, porque la mar está demasiado picada para el periplo, pero lleva llenando el barco desde el pasado día 23, cuando Israel causó la jornada más letal en Líbano desde la guerra civil de 1990 y se dispararon las peticiones. El barco era solo su plan B. El A, el avión, pero no había manera ni tiempo que perder.
Uno de ellos es Georges, de 39 años. Trabaja en Emiratos Árabes Unidos, pero estaba en Beirut de año sabático y empezó a ver cómo se calentaba la cosa. Tenía ya comprado un billete de avión para el 6 de octubre, pero le pareció demasiado “arriesgado” quedarse hasta entonces. “No me preocupaba solo la guerra, también la situación social interna […] Los vuelos tardaban mucho en salir. Decidí irme antes de que escalase”, señala.
Sin vuelo en breve, pero con un visado Schengen en el pasaporte, optó por el barco a Chipre. Desde allí, voló a Armenia, donde sus padres llevaban semanas y están sus orígenes. “Unos amigos me contaron que todos los barcos estaban saliendo del puerto deportivo y vi que tenía hasta tres o cuatro opciones, así que me decidí. Era la solución más cómoda”.