“Crecer consistió en ir entendiendo los motivos por los que mi madre casi siempre estaba seria y triste. El principal de ellos era sencillo, sencillo y apabullante: estaba cansada. (…) Reventada de tanto currar, como una yegua siempre exhausta al final de una carrera que no se acaba nunca”, escribe Bibiana Collado Cabrera en Yeguas exhaustas (Pepitas de Calabaza). Pues bien, las hijas de aquellas yeguas estamos no solo literal sino literariamente agotadas. España es un país de escritoras extenuadas.
La escritora María Bastarós lo contaba así en su cuenta de Instagram: “Últimamente estoy muy pero que muy estresada (…). Lo que no sabía es que se habían llegado a enterar de mi estrés en China y ahora desde Temu —nunca entréis ahí— me envían sin parar esta sugerencia de compra tan práctica, tan rabiosamente contemporánea. Ellos lo llaman banco zapatero pero todos sabemos que se trata de una caja de llorar a la que desterrarse a una misma”. Qué invento tan fenomenal, pienso yo, pensamos todas. Porque hay un momento en que una ya no busca descanso sino freno, desaparición, llorar de cansancio nada más. Paula Ducay e Inés García, filósofas y creadoras del podcast Punzadas sonoras, lo resumen en un adverbio: “Necesitamos (desesperadamente) descansar”.
¿Cómo es el cansancio desesperado? ¿Estamos las escritoras desesperadamente cansadas? ¿Solo las escritoras o todas las mujeres? ¿Todas las mujeres o toda España? ¿Y qué es lo que resulta tan agotador? En el caso de las escritoras, diría que se debe a que, además de con la escritura, estamos comprometidas con una forma de estar en el mundo que exige atención a casi todo: cómo te vistes, cómo te comportas, cómo educas a tus descendientes (si los hay) y también a tus ascendientes, porque tus padres están mal educados y te educaron mal. En definitiva, con cómo haces que el mundo deje de depredarnos y depredarse. Una tarea que debe convivir con las exigencias materiales de la supervivencia y, además, no manchar la escritura. Porque la literatura no es un programa político y requiere de un espacio en blanco que cada vez cuesta más conquistar: el mental.
Todo eso provoca un cansancio desesperado y existencial, fruto de preguntarte si este esfuerzo tiene sentido. Si tras las campanadas de Nochevieja toda España habla de dos mujeres con filosofías distintas por el vestido que llevan, si la prensa analiza cuánto costaron y cuántas lágrimas de leche materna derramaron, mientras los trajes de ellos son espacios de neutro sosiego. ¿En serio nos estamos dejando la vida en esto? ¿Y si no lo hiciéramos? La escritora Rosario Villajos explica en su Instagram qué pasaría: “Decir que no parece una osadía pero luego lo dices y tampoco se te echa tanto de menos, el mundo sigue girando sin nuestra cara bonita y no pasa nada y está bien así”. Aprender a decir que no, no solo en el sexo.
Aunque también me pregunto cómo podríamos decir que sí, en qué condiciones. Y me agarro al deseo de Sabina Urraca, también en Instagram: “Mi propósito, que suena a escritura, en realidad se aplica a todo: ir más suave, pensar mejor las cosas, decir menos pero más a gusto”. No sé si se sienten cansadas y cansados al otro lado, pero yo les recomiendo leer a escritoras extenuadas para entenderlas y entenderse. Y desear a gusto.