No sé si recuerdan cuando Ágatha Ruiz de la Prada, marquesa de Castelldosrius y juancarlista acérrima, se presentó en la boda de Felipe y Letizia con un vestido en el que se podían ver los colores de la bandera de España, solo que de la republicana. El asunto causó un revuelo considerable por lo que suponía el uso de un símbolo antimonárquico en el evento monárquico por excelencia. Nadie habló de demandarla, pero todo el mundo se dio cuenta de que era una salida de tono absurda. No sé si recuerdan ustedes cuando Iván Espinosa de los Monteros, un españolazo como Dios manda, que cuando estaba en Vox era un facha montaraz y cuando se retiró un liberal afable, se empeñó en hacer viral el gesto de comer Conguitos frente a las cámaras: era su manera de decirle a todo el mundo que eso de reconsiderar los dibujos ofensivos hacia la comunidad negra no iba a interferir en su libertad de expresión. No se le demandó por delito de odio, aunque aquel fuese un gesto odioso. No sé si saben ustedes que una asociación de abogados ultraconservadores y tramposos, que de forma sistemática usa las herramientas y resortes del Estado de derecho para reventar la democracia desde dentro, quiere querellarse contra la mujer que presentó las campanadas de Fin de Año en la televisión que se paga con dinero de todos los contribuyentes. Esta mujer, que ha sido víctima en las últimas semanas de una intolerable campaña contra su cuerpo, pensó que la noche más plural del año, esa en que todos los españoles “sin distinción por nacimiento, raza, sexo, religión u opinión” (cito la Constitución), se ponen frente a la tele, era un buen momento para hacer una broma con imaginería religiosa. Todo lo pop que quieran, pero religiosa. Y ahora llevamos días envueltos en un debate de trileros. Todo por no decir que lo de la querella es demencial, y lo de usar símbolos religiosos antes de las uvas una patinada algo fea. Pues ea.