Pese a la tradicional pendencia entre ciencia y religión, hay tres curas que han tenido una enorme influencia entre los investigadores. De más reciente a más antiguo, son Georges Lemaître, que hace un siglo dedujo el Big Bang de las ecuaciones de Einstein; Gregor Mendel, que descubrió la genética en tiempos de Darwin; y Guillermo de Ockham, que acaso sea el menos conocido de los tres. Ockham, un monje franciscano, trabajó en Oxford durante la primera mitad del siglo XIV como filósofo, teólogo y politólogo, si es que eso era un trabajo en la Edad Media. Estuvo a punto de protagonizar El nombre de la rosa, de Umberto Eco, lo que pasa es que Eco se cabreó con él mientras preparaba la novela en 1980 y decidió inventarse a Guillermo de Baskerville, a quien todos imaginamos hoy con la cara de Sean Connery.
Ockham debía de ser un intelectual rompedor en la época, porque los ortodoxos dones de Oxford se negaron a concederle el doctorado en Teología, y el pobre franciscano tuvo que ganarse la vida como inceptor, una especie de licenciadillo, que deambulaba por los conventos ingleses participando en debates teológicos. Por la noche, en la soledad de su celda, se dedicaba a analizar la lógica de la naturaleza. Tras mudarse a Aviñón, pudo liberarse de la rigidez de Oxfordshire y sumergirse en un ambiente universitario más abierto a la discusión y a las propuestas innovadoras.
Los filósofos admiran a Ockham por formular el nominalismo —que los objetos abstractos no existen—, pero los científicos prefieren recordarle por la navaja de Ockham: pluralitas non est ponenda sine necessitate, la pluralidad no se debe postular sin necesidad. Dicho así, en su formulación original, la verdad es que no se entiende nada. La manera más clara de explicar la idea es seguramente esta: si hay dos ideas que pueden explicar un fenómeno, la más simple suele ser la correcta. Los científicos adoran este principio.
La navaja de Ockham es un fundamento de la revolución copernicana. El cielo nocturno se puede explicar matemáticamente si la Tierra es el centro del universo, como ya hacían los modelos de epiciclos de Hiparco y Ptolomeo en la Grecia clásica. Un epiciclo es un círculo pequeño que gira mientras se mueve por otro círculo más grande. Si los planetas se mueven así, la Tierra puede estar perfectamente en el centro. Pero, si pones el Sol en el centro, como hizo Copérnico, el movimiento de los planetas se puede explicar de un modo mucho más simple, sin epiciclos ni gaitas. Por la navaja de Ockham, el modelo de Copérnico es superior al de Ptolomeo, por la sencilla razón de que es más simple.
El físico Jorge Wagensberg, a quien añoro, me contaba que un señor se presentó una vez en su despacho, le tiró sobre la mesa un mazo de 500 páginas con gran estruendo y le dijo: “Einstein se equivocó, aquí le dejo la verdadera teoría de la relatividad”. Wagensberg le respondió de inmediato que su teoría era incorrecta. “¿Pero cómo?”, dijo el hombre, “¿cómo puede usted decir eso sin haberla leído?”. Y Wagensberg le respondió: “Muy señor mío, porque la teoría de Einstein ocupa media cuartilla”. Otra aplicación directa de la navaja de Ockham.
Pero ¿y si la navaja de Ockham no funciona? ¿Y si está mellada? Eso opina mi historiadora de la ciencia favorita, Naomi Oreskes, de la Universidad de Harvard. Dice que, a menudo, la explicación más simple no es la mejor, en flagrante contradicción con la navaja de Ockham. Dice que la vida real es complicada y desaliñada y que, como en las novelas policiacas, el culpable suele ser el que menos te esperas. Y que el 95% del mundo consiste en materia oscura y energía oscura. ¿Quién dijo que sería simple?