Bilal Muneimana acaba de regresar a su casa en Dahiye, el suburbio sur de Beirut que abandonó dos meses atrás, cuando un misil israelí cayó tan cerca que sintió su vida en peligro, y no se muerde la lengua. Le irritan sobremanera los sonidos frenéticos de claxon, las banderas amarillas de Hezbolá y los signos triunfales que ve y oye desde la ventana. “¿Victoria ¿Todo lo que nos ha pasado es una victoria?”, critica. Él ha vivido los dos meses y medio de guerra abierta como una “humillación personal”: durmiendo con su mujer y sus tres hijos en una escuela habilitada como refugio, con una exigua tela colgada para proteger su intimidad del resto de desplazados con los que compartía aula; agarrando las pertenencias por la noche para que nadie las robase, yendo a trabajar con frío y dolores en la espalda… “Voy a vender mi casa aquí y otra que tengo en el sur. Me voy de este país. No estoy dispuesto a vivir una guerra cada diez años”, señala mientras aprieta los puños sin percatarse.
Esta noche no podrá dormir aún en su cama; incluso de día hace demasiado frío. Como el resto de Dahiye, sigue sin electricidad. Tiene que esperar a que el dueño del generador eléctrico privado que alimenta el edificio (la arruinada eléctrica estatal solo proporciona unas pocas horas al día en todo el país) reinicie el servicio. Su hija menor, además, tiene miedo de regresar. “Se quedó demasiado traumatizada de la explosión [en la que Israel mató al líder de Hezbolá, Hasan] de Nasralá. Yo no oigo igual desde ese día y a mi mujer se le abrieron las costuras de una cicatriz en el pecho”, cuenta Muneimana con tono entre triste y enfadado.
Su caso muestra el contraste entre las celebraciones públicas que han marcado la jornada y la procesión que va dentro de algunas de las cuatro paredes del mismo Dahiye. Es el feudo de Hezbolá, en el que no se ve una sola manzana sin un edificio en ruinas, y donde Israel atacó durante semanas para asesinar a casi toda la cúpula del partido-milicia. Algunos edificios humean, por el intenso ataque del martes, la traca final israelí antes del alto el fuego. Salvo alguna panadería que vende pan envasado, todas las tiendas siguen cerradas. De momento, no hay electricidad para más.
Un puente domina el corazón del barrio. El carril hacia Beirut luce vacío. El otro, hacia Dahiye y más al sur, presenta un inmenso atasco. Son los coches y motos de los miles que regresan, algunos con colchones en el tejado. Un hombre saca una pistola por la ventanilla y dispara en celebración. El sonido de los disparos, generalmente de rifles, son constantes. Aparece una joven ataviada con una bufanda amarilla de Hezbolá y reparte caramelos entre los ocupantes de los vehículos, mientras les dedica una sonrisa y hace con los dedos la V de la victoria.
Por abajo, a pie de calle, un color se impone en las banderas: el amarillo de Hezbolá, mezclado con el verde y el negro de las loas a Hussein, el nieto de Mahoma venerado en el islam chií. Serpenteando en motocicletas o subidos a los escombros de los edificios bombardeados, gritan “¡Hezbolá!” o “¡Responderemos a tu llamado, oh, Hezbolá!”. Los mismos jóvenes del partido ―o “de la resistencia“, como se autodenominan aquí― que suelen desconfiar de cualquier extraño, se debaten hoy entre posar para las fotos festejando o seguir escondiendo su identidad, porque, al fin y al cabo, todos saben que lo que viene es una tregua, pero no la paz.
Parecen extasiados, como si el alto el fuego que entró en vigor horas antes fuese un “triunfo” por goleada y una “rendición” de Israel (dos de las palabras que más pronuncian), más que una suerte de retirada táctica a la espera de días mejores. Lo resume uno de sus miembros, Ali, orgulloso de que su hermano haya caído como un “mártir” frenando el avance de las tropas israelíes en el sur y de que Hezbolá haya seguido hasta el último momento “lanzando misiles hasta Tel Aviv”, pese a la abrumadora superioridad tecnológica y militar de un enemigo al que “apoya todo el mundo”. “Nosotros peleamos solos y en el terreno; ellos, desde el aire. Son cobardes”. La milicia, dice, no quiso que él también se uniese al combate cuerpo a cuerpo para evitar que la misma familia pudiese perder dos hijos varones. “Ahora, la vida vuelve a la normalidad, pero pasarán cosas en el futuro. Y la próxima vez que hablemos será en Palestina”, dice, sugiriendo que, para entonces, habrá desaparecido el Estado de Israel.
Este discurso es, justo, el que molesta no solo a Muneimana, sino también a Raghida. Tiene 70 años y ha regresado a su apartamento a las 10.00, con una asistenta que vacía y limpia con lejía la nevera porque todo lo que había dentro se ha podrido. Cuando se marchó, se excusa, aún había electricidad y pensó que sería para “dos o tres días”. Al final fueron dos meses, durmiendo en casa de su hija en las mucho más seguras montañas del interior.
Por eso, lo primero que hace es disculparse por incumplir las normas de la hospitalidad árabe y no ofrecer café a los visitantes: no hay electricidad ni gas para prepararlo. Luego, carga contra los jóvenes que disparan al aire. “¿Qué victoria celebran estos? Todo el mundo sabe que Hezbolá ha salido debilitado. Hacen como si fuese [la guerra entre Israel y Hezbolá] en 2006. Eso sí fue una victoria. Esto no”, cuenta. Raghida, con los hijos desperdigados por tres continentes, recuerda que prohibió a uno de ellos unirse a las juventudes del movimiento. “Una cosa es defender tu casa. Sería la primera en coger el rifle si vienen a mi puerta. Pero ¿morir lejos? ¿Para qué? Si ellos quieren, adelante. Mi hijo, no”.
Judur Muallem, de 61 años, y su esposa, Imam, de 49, representan todo lo contrario que Raghida. Sonríen aliviados de ver que su casa sigue en pie (no lo tenían nada claro) entre una destrucción que no equivale en absoluto a victoria israelí. “Ellos tienen todo. Tanques, aviones y la ayuda de los servicios de inteligencia del mundo entero. Nosotros, solo unos pequeños cohetes y a nuestra gente. Aun así, hemos conseguido que se rindan”, resume Imam mientras limpia el suelo.
Desde que se fueron, sigue ―bajo un tapiz con la palabra Dios― un retrato de Hasan Nasralá, el venerado líder de Hezbolá durante décadas que Israel mató en septiembre a pocas manzanas de aquí. “Es lo único que rompe nuestra sensación de victoria. Aun así, para mí es como si siguiese vivo. Sé que está muerto, lo sé. Pero su figura está aún como presente”, asegura Imam.
Muallem desgrana por qué no le ha importado pasar siete semanas en casa de un amigo lejos de Dahiye y por qué cree que Hezbolá ha vuelto a salir victoriosa del embate. “Eres europeo, ¿verdad?”, comienza. “¿Acaso no destrozó Hitler Europa, pero no ganó la II Guerra Mundial? Es parte de la lucha. No puedes cantar victoria si tu casa está intacta. Si cualquier ejército del mundo sufriese un ataque como el de los buscas, y le eliminasen la primera y segunda línea de mando, desaparecería. Hezbolá logró reagruparse y seguir combatiendo y lanzando misiles”.
No le preocupa el futuro. En 2006, recuerda, Israel también prometía imponer su ley al otro lado de la frontera si Hezbolá se reagrupaba, lo que acabó pasando. “Ahora, dicen que lo hará. Bueno, él dice una cosa y nosotros otra”, tercia con una sonrisa: “Hezbolá no es un ente extraño, como un ejército, al que sacar de un sitio. Es la gente que vive ahí. Es su tierra. Y aquí no tenemos un Estado, un ejército para defendernos de Israel, que siempre que está de por medio hay problemas. Por eso hace falta que exista la resistencia [Hezbolá]. Si no, ya habríamos desaparecido”.