Hoy está preparando cocido madrileño, chipirones en su tinta, judías verdes salteadas con anchoa y mantequilla, lasaña y paté caseros, carrillada estofada con vino tinto, emperador fresco con pesto piamontés de perejil e incluso algunos platos más. Por las mañanas, Miguel Ventura (Madrid, 52 años) va al mercado y luego cocina en su restaurante, Badila, una casa de comidas que montó en el madrileño barrio de Lavapiés hace 20 años, después de pasar por una editorial jurídica donde aprovechó su carrera de Derecho. No le desagradaba, pero no era lo suyo. Ahora por su local se deja caer el vecindario, las gentes de la cultura, algún turista. Manteles de papel, menú del día, precio asequible, pero bueno y casero.
Ventura cocinó en casa desde los 16 años: en su familia, con la que se crio muy cerca de donde ahora trabaja, abundan los hosteleros. El mismo cuidado pone en la poesía, su otra pasión, disciplina en la que se inició deslumbrado por Arthur Rimbaud y en la que ha publicado Pétalo para construir lo inmenso (Cuadernos del laberinto). Al final de esta entrevista le preguntamos lo obvio: si hay poesía en la cocina. Pero antes prefiere el tema de los fogones. “Siempre fui muy cocinillas”, dice, “y me gusta mucho hablar de comida”.
Pregunta. ¿Por qué eligió el modelo de menú del día?
Respuesta. Porque es la cocina que a mí me gusta. Es lo que espero encontrar cuando voy a comer por ahí: un sitio en el que se coma razonablemente bien y que esté ligado a la cocina de casa, aunque puntualmente me guste comer algo más exótico. Y que sea asequible: lo prefiero al sector del lujo o al del tapeo más barato.
P. ¿Está desapareciendo la comida tradicional en el centro de las ciudades? Al menos en Madrid nadie sale a cenar comida de toda la vida, sino cocina internacional.
R. La comida tradicional, la cuchara, hay que asociarla sobre todo al mediodía. Por eso nosotros dejamos de servir cenas. Un cocido de noche… Ahora se asocia el ocio nocturno a la gastronomía con platos exóticos, de fusión, orientales, con cócteles, y música… Es el modelo actual: los restaurantes se convierten en discotecas y las discotecas en restaurantes. Y luego está el street food…
P. ¿Eso es todo?
R. También está la nostalgia del campo. Por un lado, la gente se concentra en las ciudades, pero por otro hay quien se deslocaliza. En la cocina es lo mismo: coexisten la exacerbación de lo moderno y también un retorno a lo local. Hay gente que echa de menos la comida de la abuela, el filete de hígado.
P. ¿Está de moda comer? ¡Antes la gente prefería beber!
R. Sí, hay un bombardeo mediático con lo culinario y el endiosamiento de los chefs, que creo que va ligado al consumismo. Hay quien dice que la cocina sería como un arte efímero de usar y tirar, al tiempo que cubre una necesidad vital.
P. Nos encanta ver a otra gente cocinar en la tele o en las redes. Aunque luego no repliquemos la receta.
R. Entiendo que a la gente le guste ver cocinar, pero ahora hay una cosa más rara: el fenómeno de ver a la gente comer. Es la nueva moda: ver a una persona comerse unos callos o unas gyozas. Y eso genera miles de visitas. Yo también lo miro, claro.
P. El menú del día, ¡vaya invento!
R. Dicen que es un invento franquista, del Ministerio de Información y Turismo de Manuel Fraga, un menú para ofrecer a los turistas que empezaban a llegar a España. Y eso luego se extrapola a la población general: que el currito que sale de la fábrica pueda comer. Que no coma de táper. Me parece una idea cojonuda: vas a otra ciudad del mundo y comer te sale carísimo. En España tenemos esa ventaja.
P. ¿Cómo se rentabiliza?
R. Con la rotación, trabajando a destajo, el cliente tiene que soportar incomodidades que en otro lugar no tendría que soportar, como comer más apretado, compartir la mesa, tener tiempo limitado o esperar por la mesa. Es un juego alternativo al trato más formal de la hostelería. El menú es picar piedra, tampoco te vas a hacer rico.
El menú del día me parece una idea cojonuda: vas a otra ciudad del mundo y comer te sale carísimo
P. ¿Cuál es su relación, pues, con la poesía?
R. Me enamoré de la poesía con 16 años: sentí ese peso amoroso que siente la gente cuando se enamora. Fue la hostia. Y fue incluso antes que la cocina en cuestión de seriedad, de ambición por conocer. Me compré antes un libro de poesía que una espumadera. Lo de la cocina fue como más lento: hasta que interioricé que era cocinero pasaron muchos años. A ver, que soy poeta ni siquiera lo he interiorizado ahora.
P. ¿Arthur Rimbaud?
R. Empiezo por el instituto: Rubén Darío está emparentado con los simbolistas franceses, así que empecé a leer a Verlaine, a Mallarmé y llegué a Rimbaud. Me fascinó la figura de alguien que escribe tan joven, que es rebelde, que escapa de casa, que participa en la Comuna de París y que reniega de la poesía tan pronto. Es tanto la poesía como la leyenda en torno al poeta.
P. Se fue usted de viaje para conocer su ciudad natal.
R. Sí, a los 18 hice un viaje a Charleville con un compañero de la facultad y acabamos haciendo un periplo por diferentes cementerios franceses. Tampoco puedo decirte qué me reveló ese viaje. Era un sitio maravilloso e iba muy influenciado por la lectura de la biografía del poeta (la de Ramón Buenaventura, luego leería la de Enid Starkie), así que pude conocer los escenarios de su vida.
P. El tono exclamativo de algunos de sus versos es muy de Rimbaud. Luego tienen un aire místico, como de un esoterismo inventado.
R. Inventado y no tanto: ahí sí tengo la sensación de una revelación, de algo que se me ha sido dado y que no sé de dónde viene. Hay muchas cosas que he leído leyendo después de teología política, del tiempo apocalíptico, que encajan con los poemas.
P. Es un libro también visionario. Dioses, magos, animales, mucho mundo natural.
R. Sí, hay visiones, pero también hay mucho oficio poético, mucha revisión de los poemas. Los elementos naturales tratan de ir a la contra de lo que ha hecho el ser humano a través de su historia: separarse de su condición animal. Y también exploro el simbolismo que hay ahí. De hecho, a partir de los poemas me he hecho un aficionado a la simbología hermética.
Con la poesía tengo la sensación de una revelación, de algo que se me ha sido dado y que no sé de dónde viene
P. ¿Se le presentan estas visiones poéticas mientras cocina?
R. En absoluto. La situación es de estrés y adrenalina, para elaborar el menú estamos en un contexto de batalla. Así que tenemos que cocinar deprisa platos de vocación lenta, y hacerlo con toda la filosofía y el mimo.
P. Perdón por la obviedad de la pregunta: ¿hay poesía en la cocina?
R. A mí hay gente que me lo ha dicho. Yo, a lo mejor imbuido de eso, he encontrado momentos de epifanía en algún plato. Sentir que no es que estuviera rico, es que era algo más. Puede haber poesía en la cocina.