Cocinar es la acción pequeña y sencilla de preparar los ingredientes para ser comidos. Los seres humanos cocinamos porque no somos orugas, babosas o cabritos, y no tenemos un sistema digestivo preparado para pararnos a mordisquear la primera hierba que asoma en una grieta de la acera. No tenemos el equipamiento estomacal de los rumiantes, ni los incisivos de los conejos, ni el buche rompepiedras de las gallinas, ni los poderosos ácidos gástricos de los buitres carroñeros. Tampoco tenemos la autonomía de las plantas: no sabemos comer la luz del sol.
Somos frágiles y débiles. La mitad de nuestro proceso digestivo tiene que ocurrir fuera del cuerpo. Si no, estamos perdidos. En la olla ablandamos lo duro, extraemos y convertimos en bebible lo escondido en el interior de huesos y corazas blindadas, hidratamos lo seco, conjuramos calor, ácidos y enzimas en una alquimia que convierte en alimento lo que no lo era. Inventamos el queso de cabra para poder comer ortigas sin que nos escociera la boca, haciéndolas pasar a través del cuerpo de las cabras. Somos un sistema digestivo más en un universo formado por seres que son, todos ellos, agentes comedores y, a la vez, susceptibles de ser comidos, en una rueda infinita de vida y muerte en la que todos dependemos de todos.
A los humanos nos salva la cultura de ser engullidos y exterminados. Como sabiamente cuenta La Muerte en Mort, de Terry Pratchett: “No somos más que una especie de primates con mucha suerte que trata de entender las complejidades de la creación mediante un lenguaje que evolucionó para poder decirnos los unos a los otros dónde se encontraba la fruta más madura”. Alrededor del fuego de la cocina, esperando a que se termine el estofado, nos contamos qué tal nos ha ido el día. En la tribu humana nos miramos, conversamos y decidimos quién come primero y quién lo hace después; valoramos qué vidas individuales son más necesarias para la supervivencia del grupo en su conjunto, y cuáles no tanto. Establecemos jerarquías. Elucubramos sobre qué es ese resplandor que ha rasgado la cortina negra del cielo en plena noche, dibujamos símbolos y erigimos dioses, religiones, tabúes, mitos y leyendas. Edificamos sistemas legales y económicos para regular la protección y el intercambio de granos y cosechas y el trabajo que va ligado a ellas. A partir de lo que dan la tierra y el tiempo organizamos aldeas y calendarios. Porque somos animales que se alimentan, cocinamos. Porque cocinamos, somos seres culturales.
Y la naturaleza, madre amante y conocedora de todas sus criaturas, lo tiene todo muy bien pensado. En otoño, por ejemplo, nos invita a que los carotenoides, los responsables de los colores marrones, ocres y anaranjados que pintan los bosques, invadan la mesa. Los tonos de cola de ardilla lustrosa de setas, castañas, boniatos, caquis y mandarinas sirven tanto para avisar a los comedores de fruta de que la cena ya está madura como para proteger la clorofila y toda la maquinaria fotosintética de la acción nociva tanto de la luz misma como de los desechos químicos resultantes de esas reacciones lumínicas con las que la planta se cocina el desayuno.
En otoño, cuando las horas de luz disminuyen y el verde decae, los tonos anaranjados y rojizos emergen, y después de haber cumplido con su cometido en las plantas, se nos ofrecen a nosotros para ser comidos: esos carotenoides se transformarán en vitamina A en nuestro intestino. Esa vitamina A viajará a nuestros ojos para incorporarse a las moléculas receptoras que detectan la luz y nos permiten ver. Esto pasará justo ahora que la noche gana terreno. Justo ahora, que es cuando más lo necesitamos. Qué perfecta sincronía.
Al grito de “¿quién compra fresas?”, las vendedoras ambulantes de principios del siglo pasado daban el pistoletazo de salida a la temporada del buen tiempo y al nacimiento de la luz y del año natural: la primavera. Las freseras tenían fama de ser mujeres jóvenes y descaradas, voluptuosas como los frutos olorosos, carmesíes y jugosos que llevaban en la cesta y que ofrecían con impudicia a los viandantes. La supremacía del mundo vegetal está en esa fresa, el arma de seducción perfecta; será un animal quien haga el trabajo de esparcir las semillas para que la planta prospere. Ella no necesita moverse: el futuro va a su encuentro.
Al otro lado del calendario, en otoño, la sensualidad de las vendedoras de fresas era sustituida por el rumor lúgubre de las castañeras. La primera pregonaba los tiempos luminosos y ofrecía frutos frescos, multicolores, dulces y acidulados como las golosinas de la naturaleza. La segunda atestiguaba el fin de la luz y la venida de los días cortos, de la oscuridad y del frío.
La mujer vieja vestida de luto que en el ocaso del año vendía castañas tostadas, de joven había vendido fresas. Contenía en su figura el paso de las estaciones, la rueda del tiempo, el ciclo de la vida humana. Con ella, cambiaban el espectro sonoro, olfativo y gustativo del paisaje urbano. Las castañeras son uno de los últimos canales de conexión cercana con la naturaleza que nos quedan; una vía de intercambio de información concreta sobre dónde estamos, quiénes somos y en qué momento del año nos encontramos con el medio natural. El último foodtruck legítimo, como animales cocinantes y culturales. Lo demás, intentos fallidos de olvidar y de conjurar el espejismo de habitar, plastificados, al margen de la dimensión temporal —tangible, visceral y perecedera— de la vida.