“¡Matadlos! Pero matadlos a todos, para que no quede ninguno que pueda reprochármelo”. Es la frase de un rey, Carlos IX de Francia, que ante la posibilidad de una revuelta de consecuencias imprevisibles decidió tomar medidas drásticas. Cometer un crimen que limpiara el crimen mismo. Parece ser, por otro lado, que la frase es apócrifa. Aunque el director de cine Patrice Chéreau y su guionista, Danièle Thomson, la conservaron para el libreto de La reina Margot (1994), obra maestra del cine que acaba de cumplir 30 años, y que hoy parece más de actualidad que nunca. La película es una superproducción de autor, una epopeya sangrienta y romántica. Para ponerla en pie, se contó con los mejores actores, los mejores profesionales técnicos y artísticos y los mejores decorados. Entre ellos el Palacio Nacional de Mafra, en Portugal, cuya historia corre en paralelo a la de la propia película. Dos historias de esplendor y también de desolación.
Fue La reina Margot, pero iban a ser Los tres mosqueteros. A finales de los años ochenta, directores como Claude Berri (El manantial de la colina), Jean-Jacques Annaud (El nombre de la rosa, El oso), Luc Besson (El gran azul) o Jean-Paul Rappeneau (Cyrano de Bergerac) obtenían enormes éxitos de taquilla en Francia con superproducciones a la antigua usanza. Patrice Chéreau, el director de teatro más prestigioso de Francia, que había dirigido cuatro películas más bien minoritarias, pretendía lograr su propio bombazo popular gracias a una nueva versión de las aventuras de D’Artagnan y sus camaradas. Se le adelantó otro director, Jean Becker, aunque aquel proyecto nunca llegó a buen puerto. A cambio, Chéreau leyó otra novela de Alejandro Dumas, La reina Margot, sobre la matanza de San Bartolomé en el París de 1572, y encontró su mirlo blanco. Convenció a Claude Berri, que además de director era uno de los productores más poderosos de Francia, para obtener la financiación –la coproducción se montó con Alemania e Italia– gracias al reclamo de una estrella, Isabelle Adjani, que acababa de triunfar con su candidatura al Oscar por Camille Claudel.
Que, rozando los 40 años, Adjani doblara la edad del personaje real de Margarita de Valois no era un problema mayor. Sí lo fue, en cambio, el carácter indeciso de la actriz, que con sus retiradas y regresos retrasó la producción, e incluso llegó a cancelarla durante un tiempo. Cuatro años pasaron hasta que el rodaje pudo comenzar. Entre tanto, Chéreau y Thomson redactaron nueve versiones del guion, que iba creciendo a medida que a Dumas se le añadían otras referencias como el Enrique IV de Heinrich Mann o la obra teatral La matanza de París, de Christopher Marlowe, además de connotaciones derivadas de la geopolítica del momento.
La historia entremezclaba los hechos históricos con la fantasía literaria, partiendo de uno de los episodios más oscuros de la historia de Francia. En agosto de 1572, París celebraba la boda entre el protestante Enrique de Borbón, rey de Navarra, y Margarita de Valois (“Margot”), la hermana del monarca católico de Francia, Carlos IX. Aquel enlace debía ser un acto de reconciliación que pusiera fin a las reglas de religión que asolaban el país. Pero los ánimos estaban demasiado caldeados. Poco antes había muerto Juana de Albret, la madre del novio, muerte sobre la que recaía la sospecha del crimen católico. El almirante Coligny, hombre de confianza del rey, era además el líder del partido protestante de los hugonotes, y pretendía declarar la guerra a España por la dura represión del protestantismo en Flandes. Por su parte, la ultracatólica familia de Guisa promulgaba la alianza con España y hacía campaña contra Coligny y los hugonotes. La llegada de miles de protestantes a París para celebrar el matrimonio real generó hostilidades entre una población mayoritariamente católica. La tensión era tal que cualquier chispa habría bastado para desatar un incendio.
La chispa fue un tiro de arcabuz. Coligny sufrió un atentado en plena calle: le disparó un hombre llamado Maurevert desde el interior de una casa que pertenecía a los Guisa. El almirante perdió un brazo, pero en principio conservó la vida. Los hugonotes, indignados, exigieron justicia a Carlos IX. A cambio, lo que obtuvieron fue la orden de que aquel 24 de agosto, día de San Bartolomé, se asesinara a los líderes protestantes de la ciudad. Empezando por Coligny, que fue arrojado por la ventana, y de ahí al Sena, y también castrado, decapitado y por fin colgado por los pies. Detrás fueron los otros cabecillas, e inmediatamente después ni un protestante estaba a salvo en París. El rey emitió entonces una contraorden, pero la violencia ya era irreprimible. Se estima que más de 4.000 personas fueron asesinadas en París, y la cifra se eleva a las 10.000 si se cuentan las ciudades de provincias, que también se sumaron a la carnicería. Entre tanto, Enrique de Navarra, protegido por ser príncipe de sangre y por su matrimonio con una princesa católica, abjuró del protestantismo. Por su parte –aquí empieza la invención novelesca–, Margot se enamoró de La Môle, un caballero hugonote, y para salvarlo se alió con su marido y se enfrentó a su hermano el rey, a su anterior amante, el duque de Guisa, y a su madre, la intrigante Catalina de Médici.
Para contar esta historia, Chéreau optó por localizaciones históricas, algunas construidas durante el Renacimiento o en épocas anteriores, como los castillos de Meaulnes y Compiègne, la ciudadela militar de Blaye, o la basílica de Saint Quentin haciendo las veces de Nôtre Dame de París, para la boda entre Enrique y Margot. Pero algunas de las mejores escenas de la película, las de intrigas familiares en los pasillos y patios del palacio renacentista del Louvre (que en aquellos tiempos era la residencia parisiense de la familia real) se rodaron en el Palacio Nacional de Mafra, a 30 kilómetros de Lisboa, construido un siglo y medio después de aquellos hechos, en un estilo barroco tardío.
Como La reina Margot, el palacio de Mafra iba a ser una cosa y terminó siendo otra muy distinta. Su origen es una promesa, la del jovencísimo rey Juan V de Portugal, que juró construir un pequeño convento franciscano si su mujer, María Ana de Austria, le daba descendencia. Lo que ocurrió con el nacimiento, en 1711, de Bárbara de Braganza, que después sería reina consorte de España. Así que en 1717 comenzaron las obras del convento. Pero también llegaron a las arcas reales los enormes beneficios de las minas de oro y diamantes de Brasil, con lo que el modesto convento inicial no solo creció de tamaño, sino que a él se le añadió un fastuoso palacio que debía convertirse en residencia de la familia real. El arquitecto de origen alemán y formación italiana Johann Friedrich Ludwig fue contratado para el diseño, y el hijo de este, António Ludovice, se encargó de dirigir la obra. Se inauguró al cabo de 13 años, por el 41 cumpleaños del rey, con una fiesta que duró 8 días, aunque las obras aún se prolongaron hasta 1755, año del terremoto de Lisboa, cuya reconstrucción adquirió prioridad. El resultado es un edificio de unos 38.000 metros cuadrados con 1.200 estancias y una fachada principal de 220 metros, realizado en piedra lioz (como la Torre de Belem o el monasterio de Los Jerónimos) y mármol blanco. En su centro, la iglesia se concibió para rivalizar con los grandes monumentos de Roma, como prueban su balcón central a imagen y semejanza del reservado al Papa en el Vaticano, la enorme cúpula copiada de la de Miguel Ángel o las torres laterales de 68 metros, inspiradas en las de Sant’Agnese en Agone de Borromini. Se estima que trabajaban en su construcción una media de 15.000 personas, que llegaron a ser 45.000 en algunos momentos. Unos 1.400 trabajadores murieron a pie de obra.
Aunque no hubo víctimas mortales en el rodaje de La reina Margot, tampoco puede decirse que aquello fuera una balsa de aceite. En un artículo de la edición francesa de Vanity Fair escrito por Florence Colombani se evocan los celos, rivalidades y desconfianzas entre los componentes masculinos de un reparto compuesto por la troupe habitual de Patrice Chéreau. El director era conocido por sus maneras absorbentes, cercanas a las del líder de una secta, como retrató una de sus alumnas, Valeria Bruni-Tedeschi, en la película La gran juventud (2022). Azuzados por esta competitividad algo tóxica, Daniel Auteuil (Enrique de Navarra), Vincent Perez (La Môle), Jean-Hugues Anglade (Carlos IX), Pascal Greggory (Enrique III), Jean-Claude Brialy (Coligny) o incluso Miguel Bosè (duque de Guisa) realizaron unos trabajos extraordinarios. Por su parte, Virna Lisi encarnaba a Catalina de Médicis (papel que rechazaron Sophia Loren y Monica Vitti) como una versión femenina y renacentista del Marlon Brando de El padrino capaz de helar la sangre. Y la estrella Isabelle Adjani, que se mantenía intocable y alejada de sus compañeros, compuso una Margot algo más hierática de lo que el director había imaginado, pero también dotada de un arrasador poder icónico. En una ocasión, Daniel Day-Lewis, que entonces era su pareja, viajó en moto hasta Portugal para visitar el rodaje, generando un revuelo que los actores rememoran en el artículo de Colombani como si fuera una visita papal en un convento de clarisas.
Fueron cinco meses de rodaje y otros tantos de montaje. La primera versión que Chéreau presentó duraba más de cuatro horas, algo que el productor encontró inadmisible. Para agravar las cosas, el ya holgado presupuesto original de 120 millones de francos (algo más de 18 millones de euros) se había sobrepasado en más de un 20%, pero todo aquel dispendio apenas se notaba. Los suntuosos escenarios del rodaje, que además fueron redecorados por el equipo de producción, apenas lucían en pantalla, ocultos en la penumbra e ignorados por una cámara que prestaba toda su atención a los movimientos de los actores, y a los ojos y la piel de alabastro de Adjani. De modo que el palacio de Mafra parecía el antiguo Louvre como podía parecer Santiago de Compostela. El plan original de Chéreau tenía como referentes Uno de los nuestros de Scorsese y El Padrino de Coppola, pero el resultado quedaba más cerca de Orson Welles o Kurosawa. Una versión de tres horas se estrenó en el festival de Cannes, donde la cinta obtuvo el secundario Premio del Jurado (la Palma de Oro de aquel año fue Pulp Fiction de Tarantino), y Virna Lisi se alzó con el de mejor actriz, casi una afrenta a Isabelle Adjani (se rumoreó que deliberadamente infligida por Catherine Deneuve, miembro del jurado). La versión estadounidense, distribuida por la Miramax de Harvey Weinstein, duraba media hora menos, y fue la que regresó a los cines franceses y del resto de Europa. Las críticas fueron respetuosas, pero rara vez entusiastas. En la taquilla francesa obtuvo un rendimiento solo aceptable, y terminó ocupando el puesto 17 de las recaudaciones anuales, bastante lejos de lo esperado.
Algo parecido le sucedió, por cierto, al Palacio Nacional de Mafra. Finalizada su construcción, la familia real portuguesa le dio el visto bueno como arquitectura de poder y símbolo de estatus, pero por su grandilocuencia lo consideró poco apto para ser habitado de forma permanente. Se convirtió en un carísimo y sobredimensionado pabellón de caza. Hoy es, sin embargo, uno de los monumentos nacionales más visitados del país, motivo de orgullo para locales y de admiración para foráneos.
Del mismo modo, el reconocimiento de La reina Margot solo ha aumentado con el tiempo. Caducadas las rancias expectativas que en su momento existían sobre ella, puede contemplarse como lo que es, una obra de arte total al estilo de las óperas wagnerianas en cuya puesta en escena el propio Chéreau había cimentado su prestigio. Secuencias tan horripilantes como la de la matanza, rodada de noche en las calles de Burdeos, el intento de violación de Margot por sus hermanos o la muerte de Carlos IX, poseen una fuerza cruda a la que contribuyen la monumental música del compositor serbobosnio Goran Bregovic y la fotografía de Philippe Rousselot, inspirada en los claroscuros de Vermeer, Caravaggio, Goya o Géricault en lugar de en el brillo de los maestros renacentistas.
Pero, sobre todo, y a pesar de sus inexactitudes históricas, su vigencia humana y política se mantiene intacta. Como el propio Chéreau señaló en alguna ocasión, el proyecto empezó a preparase en los tiempos del entierro del ayatolá Jomeini en Irán, durante su producción se desarrolló la guerra en Bosnia, con el asedio a Sarajevo por el ejército serbio, y se estrenó en los días en que, en Ruanda, tenía lugar el genocidio de tutsis a manos de la etnia hutu. Las imágenes de la Shoah también planean sobre esos cadáveres desnudos que se acumulan en la película. Treinta años más tarde, resulta imposible verlos sin recordar la trágica situación en la franja de Gaza y en Oriente Medio en general.
Por último, la matanza de San Bartolomé es un crimen sin resolver. Durante siglos se consideró que fue premeditada, y se apuntaba a Catalina de Médici como responsable por haber ordenado la muerte de Coligny y después haber manipulado a su hijo, el rey, para infundirle temor ante las posibles consecuencias del atentado. Es una hipótesis sobre la que se construye el personaje literario de la madre terrible, la sibilina envenenadora y brutal genocida de Dumas, contaminado por los prejuicios misóginos del siglo XIX, que Chéreau retomó en su adaptación. Sin embargo, ya desde finales del XX, los historiadores habían propuesto otras posibilidades más verosímiles. Por ejemplo, que se tratara de un complot de la familia de Guisa, quizá aliada con los agentes del rey español Felipe II. Más recientemente, Arlette Jouanna, en su libro La Saint-Barthélemy: Les mystères d’un crime d’État (2007), lo define como crimen de Estado, descarta que se hubiera planificado antes de la boda real, y habla de una decisión sobre la marcha pero muy consciente del rey Carlos IX, movido por fines absolutistas que se anticipaban al estilo de la dinastía borbónica.
Lo que es un hecho es que Enrique de Borbón logró huir de París y, de vuelta a Navarra, retomó la fe protestante. Carlos IX murió entre rumores de envenenamiento. Años después, el nuevo rey de Francia, Enrique III, otro hermano de Margot, fue asesinado por un fraile dominico, lo que puso fin a la dinastía de los Valois. La corona de Francia pasó entonces a Enrique de Borbón, ahora Enrique IV, que para ello volvió a convertirse al catolicismo: “París bien vale una misa”, fue su célebre justificación.
Su reinado fue próspero y relativamente pacífico, y aún hoy se lo considera a menudo el mejor rey de la historia de Francia.