Los secretos del Museo del Prado no se acaban nunca, es una sorpresa infinita. Cuando en la sala 60 se muestran estos días los dibujos de José de Madrazo (1781-1859), la próxima primavera la pinacoteca expondrá en sus espacios, en unos muebles diseñados exprofeso, dibujos, estampas y fotografías que mejoran el conocimiento de las obras de la galería; también veremos dibujos, entre los lienzos o esculturas, que ayudaron a su creación o están relacionados con ellos y, con su clásica discreción, se trabaja en terminar los volúmenes de los dibujos completos de Goya, tanto los que se conservan en España como fuera. El criterio es presentar una muestra de esta técnica —no solo del maestro— todos los años. Habrá estampas, fotos, y esos trazos, casi secretos, hasta ahora, los podrán, por fin, disfrutar los visitantes.
De repente, el dibujo, que en España, y por desgracia, ha tenido una imagen de un arte “utilitario” recupera su valor. “Es una realidad que existen pocos conservados y los que nos han llegado están muy maltratados”, reflexiona José Manuel Matilla, jefe de Conservación de Dibujos y Estampas. Pero empiezan a resurgir. La galería atesora 10.000 dibujos, entre 7.000 y 8.000 estampas y unas 20.000 fotografías. Todavía están lejos estos números de las colecciones del Louvre, el neoyorquino Met o los Uffizi. Aunque dentro de estos fondos, los más importantes corresponden a la llamada “colección española”. Carducho, Alonso Cano, Ribalta, Claudio Coello, Carreño de Miranda, Rosales. Y, desde luego, Ribera y Goya. Antes de llegar a ellos, algunas joyas poco conocidas. El único dibujo que existe (Capilla mayor de San Juan de los Reyes) de Juan Guas y dos breves apuntes (primero atribuidos, y aunque, sin duda, originales) de Miguel Ángel (Estudio de brazo derecho de hombre y Estudio de hombro derecho, pecho y parte superior de brazo de hombre) para la Capilla Sixtina y fechados entre 1536 y 1541. Formaban parte de una hoja con un mayor número de imágenes, pero en un momento de la historia se cortaron para ser vendidos por secciones y ganar más dinero. La última vez que se mostraron en el museo fue en 2004. Han pasado 20 años.
El origen de la colección son casi estratos de tiempos fortuitos. Muchos llegaron de los talleres reales, los artistas extranjeros (Giordano, Mengs o Tiepolo) entraron con los Borbones, el entonces Museo de la Trinidad (aportó sobre todo trabajos de Goya) y, también, gracias a Pedro Fernández Durán (1846-1930), que donó su colección, entre ellos, los Miguel Ángel. Otra joya: el único dibujo que se conserva de Fernando Lema (1752-1810), regalo de un conservador jubilado del museo.
El Prado sabe que pese al número tiene espacios que debe completar. El museo es la casa de Goya y el genio su prioridad. Alberga unos 500 dibujos, la mitad de su segunda producción. El resto se ha dispersado por Europa y EE UU y solo se conserva completo el famoso concebido durante su viaje a Italia en 1770. Contaba con 24 años y aprendía el oficio a base de copias o apuntes arquitectónicos. Pero existen más. La reconocida experta Eleanor Sayre los catalogó con letras mayúsculas, lo cual no quiere decir que podrían existir otros. “A”, “B”, “C”, “D”, “E”, “F”, “G” y “H”. Todos incompletos. Faltan dibujos. “A partir de la segunda mitad del siglo XIX se dispersaron”, relata Matilla.
Javier Goya (hijo del pintor), Mariano de Goya (su único nieto), o la saga de los Madrazo concibieron una forma de lucrarse. Inventaron álbumes “para la renta”, refrenda Matilla, en el que mezclaron dibujos originales con fotos y estampas. Un Frankenstein artístico. Con el tiempo se recuperó uno de sus álbumes casi completo, procedente de la Trinidad. Pero ya era tarde. Se habían perdido cientos de dibujos. “Por eso tenemos una política clara de adquisiciones: compramos, no digo muchísimo —porque sufrimos la ley de la oferta y la demanda—, pero, sobre todo, en España —donde resulta más asequibles que en el mercado internacional—: lo que aparece de Goya. Con él no existen restricciones”.
También están adquiriendo cuadernos de artistas. Poseen más de cien. “Los cuadernos aún están sujetos al riesgo de desmembramiento. Una hoja sola no vale nada, un cuaderno lo vale todo”, subraya el responsable de dibujo del Prado. Las obras, por cierto, se exhiben en lo que llaman “marcos de madera Moneo” (hay tres tamaños: pequeño, mediano y grande y se presentan en horizontal y vertical).
Otro artista del que se está recuperando sus dibujos es Ribera (1591-1652). Hace pocos años había apenas seis con una atribución segura. El pintor era un maestro también en el dibujo. Extraordinarios. A partir de la exposición de Gabriele Finaldi de 2016 (José de Ribera. Dibujos) el número se acerca al centenar. Con el mismo criterio de adquirir en España porque ahí fuera la cotización resulta elevadísima para cualquier obra firmada por El Españoleto (su apodo). “Pero, ni con Ribera ni con otro artista, nos vale cualquier cosa: o son dibujos muy buenos o deben tener relación con obras del museo. Las líneas de incorporaciones están perfectamente marcadas”, aclara el conservador.
Y las reglas de transporte y cuidados son idénticas a las pinturas. Siempre viajan con un correo y escolta policial, la temperatura oscila sobre los 20 grados y la humedad anda en el 45%, pero tienen una limitación enorme. Solo se pueden exponer (a unos 30 o 40 luxes, medida de iluminación) durante un tiempo máximo de tres meses, después pasarán, de nuevo, a la oscuridad, dentro de cajas que no tengan acidez, unos cuatro años antes de volverse a mostrar. Y en esto, el Prado es inflexible. Además, solo se presta a museos con los que existe confianza, siempre y cuando el proyecto tenga las máximas garantías curatoriales y técnicas. “Porque, por ejemplo, Goya vale para un roto y un descosido”, relata Mantilla. “Eso no puede ser”.
El incierto debate de los dibujos remite al tiempo. ¿Cuánto vivirá el papel? Pese a las nuevas técnicas: ¿finalizarán convirtiéndose en moléculas de celulosa? Siglos, arte, historia, ¿terminará perdiéndose el patrimonio? En otra sala, la de restauración del papel, aguarda la experta Minako Wada. “Lo ideal” —comenta— “sería que todos los dibujos estuvieran restaurados; sin embargo, es imposible por la cantidad que guardan los fondos y las nuevas adquisiciones”. Lleva más de una década en la casa. “Procuramos que los dibujos duren 400 años más, pero es algo que nadie puede garantizar. Ojalá. Sin embargo, nada resulta eterno. Nuestro objetivo se basa en prolongar su vida, de una forma estable, lo máximo posible”, asume. Quizá no exista una expresión artística como el dibujo que recuerde al ser humano la finitud de su vida.
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