Stuttgart, la capital del Estado alemán de Baden-Wurtemberg, no suele figurar entre los principales reclamos turísticos del país pese a ser una de sus ciudades más fascinantes desde varios puntos de vista. Ubicada en el suroeste de Alemania, su situación geográfica la convierte en un punto cercano tanto a la frontera francesa como a destinos más frecuentados, como es el caso de Múnich o Fráncfort, además de ser la puerta de entrada por excelencia de la Selva Negra. Para conocer la ciudad lo mejor es entenderla desde su mismo centro histórico. En este sentido, una referencia podría ser la Königstrasse, una avenida peatonal de compras y restaurantes, perfecta para moverse hacia cualquier dirección y muy bien comunicada mediante el transporte público.
Si enfocamos nuestros pasos hacia el este, una estupenda posibilidad para conocer estas esencias centrales es empezar el itinerario por la Marktplatz, una plaza reconocible desde cualquier lugar por la Rathaus, la sede del Ayuntamiento originaria de 1290 y cuyo aspecto actual data de 1956, porque tuvo que rehacerse como consecuencia de los bombardeos de la II Guerra Mundial. Desde aquí podemos acceder a todo el meollo de Stuttgart a pie y en poco tiempo. Todo está muy concentrado hacia la Schlossplatz (la plaza del Castillo). En sus alrededores es recomendable pasar por la iglesia de la Santa Cruz, preludio a la hermosísima Schillerplatz, coronada con una estatua del poeta romántico y figura central del clasicismo de Weimar, Friedrich Schiller, con la mirada hacia el Castillo Viejo.
El Palacio Nuevo, residencia de los reyes de Wurtemberg entre 1746 y 1807, es el alfa y omega de la plaza del Castillo, un espacio remarcable al aunar un sinfín de alicientes y disponer de muchos metros de verde entre fuentes neoclásicas, estatuas y quioscos musicales. Mientras luce el sol, el lugar rebosa vida con la gente sentada en el jardín de la plaza que conduce a los del palacio. Ambos se unen con sutileza hasta ofrecer, en uno de los caminos hacia la estación, un lago rodeado por esculturas que representan las artes, la Ópera de 1912 y la novedosa caja del Schauspiel, meca del teatro de vanguardia.
La plaza del Castillo es inagotable y no se puede dejar atrás sin ir a uno de sus imanes: el cubo del Kunstmuseum —el museo de arte contemporáneo— fundiéndose a la perfección con la estatua móvil de Alexander Calder, el famoso escultor estadounidense. Un cebo para atraer espectadores que, con el tiempo, ha devenido en uno de los símbolos de Stuttgart junto a los automovilísticos, señas identitarias de la región e hitos turísticos al este de la ciudad, una zona que atesora muchos mundos.
Uno de estos mundos, justo después de cruzar el río Neckar, es la zona dominada por el museo de Mercedes-Benz: una perla arquitectónica, obra del estudio holandés UN. Su exterior resalta por su forma de trébol con tres círculos semicirculares superpuestos que generan un atrio triangular. El interior de doble hélice alberga más de 160 vehículos. Los aficionados a las cuatro ruedas que quieran cuadrar su círculo deberán desplazarse hasta el distrito de Zuffenhausen para admirar el Museo de Porsche, espectacular y valioso al crear espacios que trascienden su función museística. Ambos centros son casi coetáneos, pues se inauguraron durante el segundo lustro de la década de 2000.
Otro universo del este de la ciudad, bien conectado con los demás si se prefiere andar sin prisas, nace tras la estación y cose sin querer un recorrido por varios jalones de la arquitectura mundial, como la Biblioteca Pública, proyectada en 2011 por el arquitecto coreano Eun Young Yi. Tiene una doble fachada —una de ellas se ilumina por la noche como si fuera un cubo de Rubik— y más de 20.000 metros cuadrados de superficie con 11 plantas que es recomendable recorrer para deslumbrarse con los distintos tonos lumínicos del blanco que colorea su diáfano interior. Pese a todo este despliegue, los protagonistas son los libros.
La biblioteca sería la cumbre de nuestro siglo que dialoga con el que se considera uno de los experimentos más notorios del pasado a nivel arquitectónico. Se trata de la colonia de Weissenhof, un conjunto de casas racionalistas y colofón a la iniciativa de la DB. Esta última, madre de la escuela Bauhaus, fue pionera al realizar un modelo de ciudad en lo que, por aquel entonces, 1927, era la periferia de Stuttgart. El encargo, dirigido por el arquitecto Mies van der Rohe, reúne hileras de pisos, casas adosadas y viviendas unifamiliares firmadas por la flor y nata de la arquitectura internacional. Entre ellos figuran Peter Behrens, Walter Gropius, Bruno Taut o Le Corbusier. La vivienda de este último acoge el museo que explica el surgimiento de este barrio, perfecto para comprender cómo la Alemania de Weimar reflexionaba sobre lo inmobiliario para favorecer un mejor ambiente y una buena vida para sus habitantes.
Los de nuestro tiempo lo hacen en una ciudad con más de 5.000 hectáreas muy bien repartidas de parques y jardines. En el este su catedral es el castillo de Rosenstein. Esta residencia, erigida entre 1824 y 1829 para Guillermo I de Wurtemberg, es la lanzadera hacia los homónimos jardines, que se juntan con los de Palacio, los de Leibfried, Wartberg y el parque Killesberg. Este quinteto configura la U verde de Stuttgart, uno de los mayores ejemplos europeos sobre cómo proponer centros urbanos no supeditados al automóvil en favor de lo sostenible. Además, es aprovechado con naturalidad por la ciudadanía de todas las edades a lo largo y ancho de sus kilómetros, de la plaza del Castillo a la torre de Bismarck.
El hermano del castillo de Rosenstein en el oeste es el palacio Solitude. En sus orígenes, era un pabellón de caza rococó y ahora es la base de un parque que culmina el Poniente de Stuttgart. Este lugar es una buena prueba de cómo reconvertir lo privado en público para brindar jardines rodeados de bosque. El trayecto para alcanzarlo en autobús impresiona por su distancia y es muy útil para captar la evolución de la estructura urbana. En esas latitudes, llena de mansiones Jugendstil (el modernismo germánico) y rincones muy característicos que asimismo están presentes en el centro donde es fácil pensar que el área de la plaza del Castillo es la única alternativa, cuando más bien es un kilómetro cero para dar con el resto de atractivos. Entre ellos se cuentan la Universidad y la Bolsa, sin olvidar jamás la Karlsplatz o la incomparable iglesia de San Juan, un prodigio neogótico enclavado en una península del lago de Fuego que, además, es una paradoja si atendemos cómo su entorno es de una amabilidad extrema entre heladerías, mesas habilitadas para jugar al ajedrez y su condición de encrucijada desde su falso aislamiento. Este templo, aislado en plena centralidad, sería una buena metáfora de Stuttgart: lo previsible suele tapar pequeñas joyas casi invisibles en las guías.
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