En marzo de 2000, pronto hará un cuarto de siglo, los ciudadanos eligieron presidente de la Federación Rusa a un antiguo teniente coronel de la KGB con poca experiencia política: Vladímir Putin, quien aseguró en su toma de posesión que aceptaba los principios de la democracia. Durante los primeros tiempos de su mandato no fue obvio hacia dónde llevaba a su país: mantuvo la apariencia democrática mientras hacía hincapié en la necesidad de construir un Estado moderno y cohesionado. Se parecía en ello a Erdogan en Turquía, hasta el punto de que este último, en una de sus últimas declaraciones, ha dicho que “no quedan muchos líderes, solo Putin y yo”. Ambos son representantes de los dictadores del siglo XXI.
No son los únicos. A la misma categoría han pertenecido, entre otros, Chávez en Venezuela y Orbán en Hungría, líderes no democráticos que han utilizado una serie de técnicas comunes. Bastantes de ellos se inspiraron en el pionero de este nuevo estilo, Lee Kuan Yew, ex primer ministro de Singapur, que a partir de los años sesenta convirtió su país en un formidable modelo de control político.
El más icónico de estos nuevos dictadores es Putin, por muchos motivos: la importancia del país que lidera, o por la invasión de un país vecino como Ucrania, en una guerra que dura ya alrededor de mil días. Sergéi Guriev y Daniel Treisman son los autores de un libro sobre el tema titulado Los nuevos dictadores. El rostro cambiante de la tiranía en el siglo XXI (Deusto), publicado hace un par de años. Ambos están vinculados con Putin: Guriev fue rector de la Escuela de Economía de Rusia en Moscú hasta 2013, cuando dimitió y abandonó el país huyendo de la campaña de intimidación contra los intelectuales críticos. Treisman ha centrado sus investigaciones en el análisis de la política y la economía rusas, y en la corrupción en los Estados autoritarios. En su texto desarrollan la tesis de que en nuestros días los dictadores combinan la represión y la manipulación (“los dictadores de la manipulación”): cuanto más se moderniza un país y entra en los circuitos de la globalización, su líder utiliza con más intensidad la manipulación, aunque no tiene reparo en dar marcha atrás y destruir a sus adversarios. Los autores del libro utilizan el peculiar concepto de “detenciones de puertas giratorias”, una estrategia para evitar condenas largas a las figuras políticamente importantes, por su posible efecto negativo en la opinión pública; en vez de ello promueven reiteradas detenciones y arrestos de los que los acusados son liberados en poco tiempo para volver a encausarlos y eventualmente condenarlos por otros delitos (quizá no políticos y a menudo insustanciales; véase la Nicaragua de Ortega y Murillo), lo cual aspira a diluir el interés de la opinión pública en tales figuras.
Estos dictadores tratan de alejarse de los tiranos clásicos del siglo XX, que chorrean sangre (los Hitler, Stalin, Franco, Pinochet, Videla…), aparecen en las reuniones con traje civil, dejan de ejecutar por norma a sus oponentes, vuelan todos los meses de enero a Davos a codearse con las elites económicas mundiales, y contratan encuestadores y analistas políticos. Este nuevo modelo, dicen Guriev y Treisman, se basa en una idea brillante: el objetivo principal sigue siendo el monopolio del poder político, pero los hombres fuertes de ahora son conscientes de que en la situación actual la violencia generalizada no siempre es necesaria y ni siquiera conveniente. En lugar de reprimir con dureza los cuerpos, manipulan las mentes a través de los medios de comunicación, las redes sociales y los aparatos ideológicos del Estado.
A los 50 años de la muerte de Franco conviene analizar estas nuevas circunstancias. Después de la Gran Recesión, que minó la fe en la gobernanza mundial, ha disminuido el número de democracias y subido el de dictaduras. En Occidente, el liberalismo parece no ser capaz de enfrentarse a esos dictadores con careta populista, mientras que en Oriente todas las miradas se dirigen al modelo chino.