Buena parte de la desinformación se transmite entre comillas. Tanto las agencias como los diarios y otros medios tienden a reproducir textualmente lo que alguien dice, para no mezclar información y opinión. De ese modo resultan verídicos respecto a lo que se afirmó, pero no siempre respecto de la información comunicada por esas declaraciones.
Pensaba en ello al leer lo que Oriol Junqueras, dirigente independentista catalán, declaró el día de Navidad sobre el discurso de Felipe VI emitido la noche anterior: “No tenemos por costumbre escuchar los discursos de Felipe VI (…), un rey que el 3 de octubre de 2017 aplaudía las palizas que la policía había dado a los votantes del 1-O”.
Vi luego que una decena de medios, de todas las líneas editoriales, copiaban la frase sin añadirle el contexto informativo —no opinativo— que habría evitado el engaño. Es decir, sin precisar a continuación: “El aplauso atribuido por Junqueras al Rey no se expresó en aquel discurso, ni en ningún otro de Felipe VI”.
El público otorga presunción de veracidad a las afirmaciones de alguien reproducidas en un medio; aunque no sabemos si esta benevolencia durará mucho, a la vista de lo que se está viendo. Así que, cuando sobreviene la trampa, hará falta añadir a la noticia el contexto adecuado, sin el silencio cómplice que deriva en embuste.
Algunos políticos que mienten hoy en día con descaro lo hacen precisamente porque sus mensajes llegan sin filtro a los electores. Que eso suceda en las redes no tiene solución, pues esos tuits (o esos equis, no sé) pasan de emisor a receptor sin ningún intermediario profesional y honrado: sin un periodista. A su vez, quienes desempeñan este oficio han sido desacreditados antes por tales emisores —y a veces también por ellos mismos—, lo que allana el terreno a las falsedades.
Por eso debemos revisar el prurito de no intervenir en las noticias que contienen mensajes ajenos, sobre todo si estos no van a ser criticados en artículos vinculados con ellas. Esa distancia tenía sentido en los días en que existía un debate limpio, pero el principio de no intervención se quebró ya en los años noventa cuando empezó a espantarnos que algunos medios extranjeros llamaran a ETA “organización armada”, y no “banda terrorista”. Lo hacían para no juzgar en una noticia, pero con ello edulcoraban la realidad.
Frente a esto, añadir contexto informativo sin juicios de valor es un deber irrenunciable del periodista, y eso no acarrea la pérdida de imparcialidad si se aplica el mismo criterio a todos los entrecomillados manipuladores.
Imparcialidad, qué palabra. En un ambiente tan polarizado, este vocablo parece hasta extravagante. A quien habla de imparcialidad, de veracidad o de honradez intelectual se le mira ya conmiserativamente, una terrible consecuencia del tremendismo político actual. Incurren en él todos los partidos, aunque no en la misma medida. A mí me parece mayor en las derechas y en los independentistas, pero lo siento más odioso en las izquierdas (cuestión de sensibilidad propia, sin duda discutible).
Hoy en día, llenar los periódicos de entrecomillados que se reproducen de forma acrítica favorece la circulación de tergiversaciones como la de Junqueras; y los medios informativos responsables no pueden actuar como si fueran las redes sociales, donde la manipulación llega directa del emisor al usuario para competir victoriosamente con la realidad. Nos enfrentamos al peligro de transmitir verídicamente muchas mentiras.