Por el salón de una casa se arrastra, como único indicio de vida, un cangrejo. La naturaleza salvaje, que hace dos semanas vomitó hasta el lago los pedazos de vida de miles de personas y centrifugó cualquier rastro a menos de dos metros de altura, decidió ser piadosa solo con pequeñas cosas: colgadas de una cuerda de tender, permanecen dos camisetas y un pañuelo; un cuadro con una pintura de Cristo y una minicadena. Todo lo demás fue escupido la noche del 29 de octubre casi dos kilómetros adentro de este arrozal, a orillas de la Albufera. Latas de comida, zapatos, sofás y un Ford Focus, plantado en mitad del campo. Tuvieron que pasar más de 10 días para que alguien se diera cuenta de que, enterrados en el fango, estaban los cadáveres de Florín y Axinia.
Petruta Sandu, la hija de este matrimonio de 57 años de Rumanía que llevaba viviendo en Valencia 20 años, no sabía qué estaba haciendo este martes en un centro comercial. Había pasado un día desde que había reconocido el cuerpo de su padre —su madre fue encontrada tres días antes— y andaba por los pasillos del centro del Saler, en Valencia, buscando un traje de corbata para él y otro de fiesta para ella, para poder enterrarlos. Pero, “¿qué talla tiene una persona que ha estado dos semanas hundida en el agua?”, cuenta que se preguntaba mientras entraba a un Zara.
La noche en que pasó todo, su hermana Alice recibió una llamada a las 22.05 horas. Era su madre a gritos. Todavía no sabe cómo, cuando la enorme ola que venía del barranco decidió abrir un nuevo cauce por su casa, Florín y Axinia acabaron atados al techo del furgón con el que su padre transportaba los palés de madera que se dedicaba a vender. “Llama al 112″, me pedía sin parar. Pero no funcionaba la línea. No contestaba nadie. Después de muchas veces me dijeron que sabían lo de unos señores arriba de una furgoneta, ¿por qué no hicieron nada?”, se lamenta Alice este miércoles, bajo las goteras de lo que queda de entrada de la casa, hecha de tablones y techo de lámina, que inexplicablemente no la derrumbó la corriente.
Petruta y su marido Cristian también intentaron que alguien acudiera en su auxilio desde los servicios de emergencia de Villajoyosa (Alicante), donde residen. Pero esa noche en que todo se apagó y el agua campaba a sus anchas por una superficie del tamaño de las islas Baleares, no había nadie más que ellos. “Y una semana después, seguíamos solos”, se lamenta la hija.
El jueves, Cristian y su cuñado se metieron con el agua al cuello y armados con un palo de bambú a buscarlos por el terreno donde antes se cultivaba arroz y ahora habían crecido restos de la casa de sus suegros. Así estuvieron 10 días, hasta que los rastreadores de la Unidad Militar de Emergencias, que estaban buscando vida más abajo del Barranco del Poyo, se acercaron a este rincón de entrada a la Albufera. “Estuvimos buscando solos, avanzamos llenos de barro varios kilómetros, hasta la granja de vacas que hay allí al fondo, y no encontrábamos nada”, cuenta Petruta. Mientras habla, su marido muestra vídeos de esos días, en los que se sumergieron en el arrozal convertido en una poza inmensa.
Primero apareció Axinia. Petruta cree que fue el cadáver que el dueño de la granja le dijo que había visto un día cuando salió a cambiarse las botas. “Nos dijo que había visto un cuerpo flotando a tres metros”, cuenta. “Aunque nadie nos confirmó nada hasta una semana más tarde. Ha sido una pesadilla”. Recuerda bien el día en que su hermana Alice la llamó para avisarle de que habían encontrado a su madre: “Estaba en mi casa y por un segundo pensé que estaba viva. Pero cuando mencionó la morgue… me caí al suelo”, recuerda. El lunes, de que había aparecido su padre. “No estaba muy lejos de la casa, pasamos por ahí decenas de veces, pero solo lo pudieron encontrar los militares”, cuenta su hija y añade: “Está irreconocible”.
Estos días, Petruta no puede hablar más de dos minutos sobre lo que están viviendo sin que tenga que hacer una pausa. Ella trabajaba como auxiliar en una clínica estética en Villajoyosa hasta que se quedó embarazada de su bebé de un año y su marido es conductor de autobús. “Teníamos una vida normal y tranquila. Quién se iba a imaginar esto”, cuenta. Cristian pidió un permiso en el trabajo para meterse al fango primero; y para ayudar a su esposa al laberinto de trámites que ha venido después. “No hemos podido descansar y la verdad es que no sé cuándo vamos a hacerlo”, apunta ella. También señala que no saben cómo van a hacer frente a todos los gastos que están asumiendo estos días, calculan que tendrán que desembolsar unos 40.000 euros, entre la abogada, trámites y servicios funerarios. Porque, como fuera, tenían que enterrarlos en su pueblo, Turnu Magurele, cerca de la frontera con Bulgaria, a unos kilómetros del Danubio. Así que esperan subir las cajas de sus padres a un avión la semana que viene con la ayuda del consulado.
“Al final nos han dicho que no los pueden vestir, les pondrán la ropa por encima”, cuenta resignada Petruta, que intentará lo posible por mantener el rito de la iglesia ortodoxa pese a las circunstancias. “Además de los trajes, dentro del ataúd ponemos cremas, cortaúñas, todo el neceser para el hombre y la mujer. Nosotros no podemos ponérselo porque van a ir en el avión, pero aunque sea lo pondremos a un lado de la tumba”, cuenta. La misa se hará en la iglesia de este municipio rumano y, a ser posible, el próximo fin de semana. Tiene en su cabeza hasta el último detalle del entierro, porque sus padres no merecían morir de esta forma, pero mucho menos irse de cualquier manera: repartirán para los vecinos del pueblo, como se acostumbra, unas toallas que se cuelgan al hombro ese día, unos pañuelos atados con una moneda y una vela. “Queremos que haya música, trompetas, así como cuando aquí son las fallas”.
Aunque pensar en el funeral de sus padres la calma, sigue sin entender cómo la vida sigue en el centro comercial mientras cuenta por teléfono todo lo que tiene que hacer ahora que por fin ha encontrado sus cuerpos: “No puedo hablar de esto aquí, me siento muy rara. Mejor nos vemos más tarde en otro sitio… Donde pasó todo”, y cuelga. Desde las tiendas donde este martes Petruta buscaba la mortaja de sus padres, nada hace sospechar que a cinco kilómetros de ahí miles de personas viven todavía un infierno, que ha dejado más de 200 muertos y todavía 16 familias que ni siquiera han podido enterrar a los suyos. El barro en el salpicadero de algunos coches en el parking es el único recuerdo de que al cruzar el puente se abre una realidad muy distinta: calles todavía intransitables, tanques del Ejército que avisan por megáfono de más lluvias y vecinos —hasta hace dos semanas como ellos— que siguen achicando con cubos fango de un garaje que huele a podrido, como sus pueblos.