Todo empezó con una carta al director de EL PAÍS, el 11 de noviembre de 1983. “Me encuentro gratamente sorprendido por la reciente aparición en su diario de un artículo sobre la Asociación (francesa) para el Derecho a Morir con Dignidad. Hace tiempo que persigo la creación de una asociación parecida en España, y desearía dar a conocer mis intenciones”. Son las primeras líneas de la misiva de Miguel Ángel Lerma, por entonces un profesor de matemáticas de 29 años, que desencadenó la creación de Derecho a Morir Dignamente ―un año después, el 13 de diciembre de 1984―, la asociación que ha encabezado la lucha por este derecho y por la legalización de la eutanasia en el país.
Desde su casa de Washington, Lerma cuenta que España estaba asentando la democracia y viviendo un momento de conquistas de derechos civiles, pero que nadie se había preocupado por la muerte digna. Era un debate que no estaba sobre la mesa, y él quería ponerlo, influido por varias muertes muy prematuras en su familia. “Mi madre falleció por un cáncer, y en aquella época no existía la costumbre de consultar con el enfermo para que decidiera. Se alargaba la vida tanto como era posible sin más miramientos, para los médicos este era el éxito”, recuerda.
Al final de la carta, en la que desarrollaba brevemente los derechos de eutanasia pasiva (no alargar innecesariamente la vida a costa del sufrimiento del paciente y en contra de su voluntad) y activa para los enfermos terminales que la solicitaran, Lerma dejó un apartado de correos. “Tenía la duda de si recibiría alguna respuesta. La sorpresa es que fue buena y numerosa”, cuenta.
Una de las primeras que contactó con él fue Carmen Rodríguez, que se había quedado viuda hacía un año. Cuando el cáncer de su marido, de 27 años, entró en fase terminal, el anestesista le pintó un panorama en el que prácticamente no podían ahorrarle sufrimiento. “A partir de ahí empecé a hacer muchas preguntas. Al leer la carta vi el cielo abierto al pensar que se podrían hacer muchas cosas por la gente viva y que se cuestionaran este tipo de cosas para el final de la vida”.
Entre ellos dos y otro socio se pusieron a trabajar en la creación de la asociación. Hicieron estatutos muy inspirados en las organizaciones que ya existían en otros países ―”no tenía sentido inventar la rueda”― y, con ayuda del abogado Juan Plaza los presentaron en el Ministerio del Interior. “A los pocos días nos llegó una carta declarándonos ilegales porque perseguíamos fines ilícitos. Según ellos, lo que hacíamos suponía una inducción al suicidio”, cuenta Plaza, que recuerda perfectamente aquel proceso.
Se quedaron muy sorprendidos. No esperaban aquella respuesta. “Por entonces eran ilegales la ETA, el Grapo y nosotros”, bromea el abogado, que fue al ministerio a pedir explicaciones. Le recibió una funcionaria que le espetó: “Ustedes no saben lo que dicen, una persona se quiere suicidar, se come un plato de lentejas y cambia de opinión”. La respuesta fue “literal”, en palabras de Plaza, que se quedó “atónito”.
El abogado conocía a Bonifacio de la Cuadra, un histórico periodista de EL PAÍS. “Le conté lo que había pasado un sábado, y el domingo, en portada del periódico, me encuentro la noticia, a la que siguió un editorial sobre el tema. Eso fue clave para la legalización”.
Al día siguiente recibió una llamada del director general de Política Interior: “Me pidió disculpas, me dijo que habían metido la pata y yo le respondí que le habían colado un gol por toda la escuadra. Entonces el Ministerio del Interior estaba tomado por viejos funcionarios y la señora del plato de lentejas llevaba allí toda la vida”. Plaza asegura que le pidieron que mandaran un escrito y que hicieran algún cambio en los estatutos, pero se negaron a mover una coma. “Si habéis metido la pata, arregladlo”, respondieron.
Así fue como Derecho a Morir Dignamente se convirtió en una asociación legal, hace ahora 40 años. Los protagonistas creen que sin todo ese revuelo habría pasado desapercibida, pero gracias a la primera negativa y a las noticias en este periódico, empezaron a llamarles de televisiones, radios y otros diarios.
Los que comenzaron esta aventuran recuerdan bastante apoyo social, pero también incomprensión en algunos sectores, como el sanitario. Otra de las que escribió al apartado de correos de Lerma, una pediatra que prefiere no aparecer con su nombre, recuerda cómo la “respuesta totalmente negativa” de sus colegas: “Yo les llevaba un esquema del testamento vital, les comentaba lo que era la asociación. Decían que ellos no estaban para nada de acuerdo. Uno cogió el impreso que llevaba y lo rompió en cuatro trozos. ‘Esto es lo que haría yo si viene un paciente con el testamento vital’, me dijo”.
Aquellos primeros años fueron de implantación de la asociación, de charlas, congresos internacionales e intentar dar a conocer su ideario. No fue hasta mucho más tarde cuando comenzaron los avances. Uno de los puntos de inflexión que señalan los miembros de DMD fue la muerte de Ramón Sampedro, que recibió ayuda para fallecer tras 25 años tetrapléjico en 1998. Sirvió, según ellos, para asentar la conciencia en la sociedad de la importancia de una muerte digna. Pero dos décadas después todavía no había una ley de eutanasia. Y llegó otro caso que revolvió muchas conciencias: el de María José Carrasco, una mujer que recibió la ayuda de su marido para morir y cuya historia también contó este diario.
Ley de eutanasia
La ley orgánica de regulación de la eutanasia fue aprobada unos años más tarde, en marzo de 2021. “Podría haber llegado antes”, reflexiona Lerma, porque el clima ya estaba. “Pero las autoridades no estaban convencidas, así que creo que el momento en que se aprobó fue bastante idóneo”.
Todavía quedan retos por delante. El fin último de la asociación, el disponer libremente de la vida por medio del suicidio asistido, sin más cortapisas que la voluntad, está muy lejos, y Lerma asume que pasarán generaciones antes de conseguirlo.
Antes de eso, la asociación lucha porque se cumpla realmente la ley actual. Su presidente hoy, Javier Velasco, asegura que en algunas comunidades autónomas las dificultades para que se cumpla “son enormes”. Como ejemplo, en Galicia y Extremadura el 0,01% de los fallecimientos son por este procedimiento, frente a un 0,1% en Euskadi y Cataluña, diez veces más. “Aunque el país tenga una ley, hace falta una asociación que vele y tutele su puesta en marcha”, asegura. Según los datos provisionales del Ministerio de Sanidad de 2023, se aprobaron algo menos de la mitad de las eutanasias que se solicitan. El proceso, que debería durar entre 30 y 40 días, se dilata una media de 75 y un tercio de los solicitantes mueren antes de que les autoricen.