Lo educativo como espacio de posibilidades: mirar de otra manera a la juventud | Educación



La idea de que la educación de hoy es peor que la de ayer, que el nivel baja, que los jóvenes están mal preparados y que cuando salen de su recorrido académico carecen de destrezas para seguir estudiando o incorporarse al mundo laboral es vieja, tanto como la propia escuela.

La tendencia histórica a referirnos con carga peyorativa a la juventud se repite de forma cíclica. Lo podríamos llamar el efecto “hoy en día…” y se expresaría con la conocida fórmula: “los jóvenes de hoy en día…” (donde pone “jóvenes” sustitúyase por “niños”, “adolescentes” o “estudiantes”).

Cuando los adultos tendemos a minusvalorar las capacidades de los jóvenes caemos en un doble sesgo cognitivo. Por un lado, el que nos hace ver a los demás como deficientes en ámbitos en los que nosotros destacamos. Por otro, un sesgo de memoria que proyecta los rasgos actuales de uno mismo a generaciones pasadas.

Por mucho que logremos identificar una corriente popular llena de creencias la marea nos lleva al mismo lugar. En la idea de si los jóvenes de hoy son “útiles” o no para lo que la sociedad requiere, que subyace en este discurso, se esconde la visión también clásica de si la escuela logra responder a las demandas del sistema imperante en occidente.

Cuando miramos la educación como espacio limitante y no de posibilidades, los jóvenes pasan a ser “analfabetos funcionales” que no se esfuerzan en una escuela que cada vez exige menos y que alberga personas fragilizadas e incapaces de salir de su burbuja de cristal. La recreación posible de la adolescencia como personas curiosas, activas, desafiantes, creativas y responsables se empaña por un discurso derrotista. Ante ello, permanecen atónitos quienes saben que habrá tantos jóvenes como singularidades existan.

Igualmente podemos decir de sus contextos vitales: hoy, como antaño, lo tienen más difícil los que provienen de entornos desfavorecidos. Quienes somos conscientes de esto, también nos percatamos de que a la adolescencia, por su vulnerabilidad de partida, le golpeará con mayor virulencia cualquier crisis. Solo hay que acercarse a cualquier centro para ver los efectos emocionales en esta generación marcada injustamente por el cliché de la incapacidad.

Por todo esto, la exaltación interesada de una presunta mediocridad juvenil que alimenta el marco ideológico del “todo va mal” será dominante en medios, redes, conversaciones y determinados discursos políticos: si la sociedad está cargada de problemas y los índices de pobreza o desigualdad suben, los jóvenes (como la escuela) también tendrán parte de responsabilidad. Serán también responsables los adultos que, con su afán sobreprotector, inhabilitan cualquier herramienta para alcanzar la madurez. Un círculo peligroso del que es difícil escapar.

En un flujo permanente de retrospectiva idílica hacia un pasado en el que, al parecer, nosotros sobrevivimos con más esfuerzo y sacrificio, es complicado mirar de otra manera a la juventud actual. Lo observamos si recorremos el discurso sensacionalista de determinadas voces educativas.

Este campo semántico de una juventud derrotada para espolear a una opinión pública ansiosa de titulares tendenciosos supone el retorno de otra “generación perdida” cada vez menos talentosa. En diciembre de 1975, la revista estadounidense Newsweek publicó un artículo titulado “Why Johnny Can’t Write”, texto que se expandió con fervor. En él se afirmaba que los estudiantes estadounidenses de Primaria a Universidad eran incapaces de escribir con estructura y claridad. El problema no solo era académico, sino que afectaba profundamente al mundo laboral y en última instancia a la competitividad del país: “las empresas se quejan de que los graduados ya no satisfacen los requisitos”.

Entre las causas, la autora señalaba un conjunto variado que iba desde el impacto de los nuevos medios, específicamente televisión, radio y cine, hasta los cambios en la enseñanza, el incremento de una jerga pedagógica vacía o la importancia concedida en la escuela a la creatividad en la enseñanza de la lengua y a las nuevas tecnologías.

La estela de este tipo de mensajes, que reclaman una vuelta a lo básico (back to basics) continúa hoy. En este ambiente, ¿cómo las nuevas generaciones contagiadas por la desidia de sus mayores van a cultivar la necesidad de cambio ante los desafíos a los que se enfrenta el planeta? Desde luego, no es el hábitat ideal para que nuestros hijos e hijas elaboren nuevos idearios basados en la esperanza.

La mirada dominante nos empuja más a mirar hacia los jóvenes enrabietados por sentirse expulsados del sistema desde pronto. O hacia otros muchos contagiados por la desazón que transmiten los populismos. Apenas se habla, en cambio, de aquellos que mantienen su capacidad de trabajo y compromiso, como por ejemplo demostraron cientos con su solidaridad durante la dana valenciana.

El principio fundamental de la enseñanza es confiar siempre en las posibilidades del sujeto. La educación nos invita a proyectarnos, imaginar mundos posibles. Educar es siempre un acto de resistencia a la reproducción de las desigualdades. Por eso concebimos la escuela como un lugar de creación de inéditos-viables, parafraseando a Paulo Freire.

La educación tiene la capacidad para darnos a cada uno, independientemente de nuestros antecedentes, aptitudes o talentos, tiempos y espacios para alzarnos sobre nosotros mismos y para renovar el mundo. Es un espacio en el que aprendemos a vivir esperanzados, por lo que su campo semántico estará formado por palabras como utopía, esperanza, posibilidad, confianza, lucha y transformación.

Por eso desde la escuela resulta extraña y contradictoria la imagen que leemos y escuchamos en boca de adultos y medios de una juventud egoísta, insolidaria, incapaz, influenciable, atrofiada, errática, impotente ante la tecnología, capturada por pantallas y adicta. Una juventud carente de criterio y capacidad de decisión que necesita de los mayores para todo. La mirada educativa sobre la juventud debe oponerse a esta caracterización de la juventud que parece más una reproducción de nuestros temores o frustraciones.

Aunque haya quien prefiera vivir en sus recuerdos, existe otra cara de lo educativo como espacio de posibilidades. Basta descorrer el velo de nuestros prejuicios para descubrirlo. Así, vemos en nuestros entornos asociaciones de estudiantes que se constituyen año tras año, con el fin de construir una democracia participativa desde sus bases. Observamos también a alumnado que forma parte de consejos escolares para aportar soluciones; nos percatamos de que, tras esa supuesta “generación perdida”, hay jóvenes más respetuosos con la diversidad que los de antaño, aunque con mucho camino aún por recorrer ante el avance de los discursos de odio.

Aunque en esta escuela de posibilidades los jóvenes están a veces desorientados, hay un porcentaje no menor que sabe lo que hace y que está más implicado en los asuntos sociales de lo que pensamos. Es ahí donde cobra valor la escuela como escenario de posibilidades: ¿qué estamos haciendo en nuestro rol educador para cambiar percepciones erróneas o lagunas que la adolescencia puede tener sobre lo que suponen las conquistas en derechos?

Pensemos en el empoderamiento de las chicas a la hora de encabezar iniciativas valiosas en ciencias y humanidades. Recuperemos y pongamos en valor el compromiso con el medio ambiente de unas generaciones que cada vez se manifiestan de forma más activa ante la emergencia ecosocial. No olvidemos que, al final, se trata de los valores, bienes y recursos que les dejamos como legado. Ahí entra en juego el papel de familias, educadores y administraciones públicas: los jóvenes incorporarán nuevas miradas a sus trayectorias en función de los conocimientos medioambientales, sociales y culturales que seamos capaces de inculcarles. En ese punto crucial la escuela pasa a ser un gran escenario de posibilidad: un lugar donde cualquier intento de cambio sea posible.

La confianza, el afecto y la esperanza son el sustrato de la educación. La mirada educativa es confiada, afectuosa y posibilista, y parte del reconocimiento del otro como un sujeto lleno de potencia y capacidad. En tiempos de complejidad e incertidumbre como los actuales, el futuro dependerá de nuestra fuerza para proyectar esta imagen sobre nuestros jóvenes. No les defraudemos.



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