Me sucede últimamente: cuando viajo fuera de la ciudad en la que vivo, me gusta guardar un par de noches para cenar sola. Durante un tiempo fui devota del room service, de cenar en el hotel mirando películas. Pero ahora busco restaurantes silenciosos. Me gusta sentarme entre todo ese cristal, toda esa luz dorada tintineando sobre las copas, ponerme ropa buena, hacer gestos lentos, sonreír a las meseras, volverme invisible, respirar el aire pulcro de los manteles. Sumirme en un tiempo elástico, lacio, precioso, que tiene densidad y, a la vez, canta con la frivolidad de un Martini en la terraza. Allí, fortificada en el aroma manso de la soledad, siento algo parecido a la beatitud, a eso que me sucede cuando contemplo la caligrafía de los trigales en la pampa: el advenimiento de la calma. Es mi temporada de caza, una caza menor, decorosa, que no destroza la vida de nadie. Escucho, observo, me ensueño. Cené sola en Berna, en París, en Miami, en Guadalajara. Hace meses, en Madrid, cenaba sola en el barrio de Las Letras. Mi mesa estaba junto a la ventana, un párpado de vidrio pulcro, juvenil, y vi, al otro lado de la calle, una noche de verano que transcurrió hace más de 30 años. Yo paseaba con mi padre por la Gran Vía. Usaba una falda larga, blanca, una ajorca en el tobillo. Llevaba zapatos inadecuados de gamuza color oro. O quizás mis sandalias de tiras griegas. En todo caso, me dolían los pies y no me importaba. Mi padre usaba una chomba roja, estaba bronceado, hermoso. Habíamos bebido, nos reíamos, caminábamos rápido. Yo sabía que todo eso era una capa de amor colocada sobre los hombros, algo inestable que se podía caer. Pero éramos jóvenes, mi corazón, una caravana que iba tras su corazón. Mi padre se detuvo, me alejó un poco, miró la ajorca que llevaba en el tobillo y me dijo: “Te queda hermosa”. El mundo parecía recién hecho. Ya nos habíamos hecho todo el daño, pero el amor que fingíamos era real.
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