Leer sobre épocas pasadas o sobre hechos actuales nos puede llevar a pensar que los conflictos son algo inherente a la condición humana, mientras que otros pueden defender que la guerra no es algo connatural a nosotros: que no son un producto inevitable de la condición humana.
Lo que está claro es que no somos la única especie que se embarca en guerras y produce auténticas atrocidades a otros grupos. Del estudio de otras especies podemos aprender qué relación guardan nuestros conflictos con los del resto de animales. Los enfrentamientos agresivos entre grupos son una constante entre las especies que forman sociedades cooperativas: desde las incursiones bélicas de hormigas y termitas, a las guerras de los humanos. Existe en África una especie de mangostas que exhibe una violencia tan brutal y organizada que ha llamado la atención de los científicos.
Se trata de la mangosta rayada (Mungo mungo), un animal del tamaño de un gato, pero con el aspecto de una comadreja: con un alargado morro que le permite alimentarse de los insectos, roedores y lagartijas que habitan las sabanas africanas. A diferencia de la mayoría de las especies de mangostas que son solitarias, la mangosta rayada vive en grupos de entre ocho y setenta individuos que cuidan de su territorio.
Son grupos de organización matriarcal, con múltiples hembras dominantes acompañadas por dos o tres machos dominantes. Estos son los únicos que se aparean con todas las hembras en el transcurso de una semana. Todos los cachorros nacen la misma noche, de manera sincronizada, algunas hembras dan a luz prematuramente para coincidir con el resto, pues hacerlo fuera de tiempo tiene consecuencias nefastas: los cachorros son asesinados por las hembras dominantes.
Es importante que nazcan todos a la vez, porque las crías se mezclan y confunden, no importa de quién sean, todas ellas son amamantadas colectivamente por todas las hembras del grupo. A las cuatro semanas empezarán a salir de las madrigueras acompañadas por una escolta, que tampoco es su madre, que las cuidará y enseñará a buscar y manipular el alimento.
Su estructura social es tan peculiar, que hace de las mangostas rayadas un buen modelo en el que estudiar la evolución del altruismo y otros comportamientos cooperativos, pero también su propensión a la violencia. Se cree que las confrontaciones son una fuerza fundamental que favorece, al mismo tiempo, la evolución del altruismo dentro del grupo, así como la hostilidad hacia los otros. Las contiendas entre grupos de mangostas no son muy diferentes a las de los humanos en sus motivaciones y formas.
Los combates suelen iniciarse cuando un grupo invade el territorio de otro, en busca de unos recursos que escasean en el suyo. Cuando esto pasa, las dos colonias se enfrentan de manera organizada, como si fuesen dos legiones romanas en formación en testudo, o dos equipos de rugby ejecutando una melé. El choque entre ambos es caótico: una nube de polvo y gritos ensordecedores en los que unos intentan romper las defensas de los otros durante minutos que pueden llegan a prolongarse durante una hora o más, hasta que finalmente uno retrocede y se retira.
Estas guerras entre vecinos no son raras, un grupo puede verse implicado hasta en cuatro conflictos al mes. Las causas que originan tanta refriega son varias, entre ellas algunas muy humanas, como la de mantener el estatus sobre un territorio, conservar o apropiarse de recursos, e incluso el genocidio.
Muchas de las confrontaciones lideradas por machos tienen como objetivo las crías del grupo rival, tanto que se estima que el 20% de las muertes de los cachorros tienen lugar durante las guerras, siendo las crías hembras las que tienen más probabilidades de morir en estas circunstancias. Eliminar las hembras del futuro es una estrategia para acabar con el grupo rival. Con el tiempo la colonia se extinguirá o quedará tan debilitada que la otra podrá expandirse sin problemas sobre su territorio.
Otras veces son las hembras dominantes las que lideran los ataques, aprovechando el caos de la batalla para aparearse con algún macho del otro grupo. Se estima que una de cada cinco crías se concibe de esta manera, un hecho que permite reducir los niveles de endogamia en el grupo al incorporar genes de otros, eso sí, con un alto coste para los individuos implicados en la confrontación.
Quienes las estudian confían en que, al hacerlo, podamos aprender algo sobre la evolución de nuestras propias tendencias belicosas. Aunque se sigue debatiendo, algunos modelos teóricos sugieren que los costos de los conflictos intergrupales pueden impulsar la evolución del comportamiento cooperativo.
La propia historia humana demuestra que las amenazas externas pueden conducir a una mayor cohesión dentro de una sociedad. Estudiar los conflictos de las mangostas, los chimpancés o los leones, permite descubrir lo esencial en nuestros propios conflictos, comprender que no es necesaria una cognición superior ni un lenguaje complejo para enzarzarse en guerras como las de los humanos.
Nuestra inteligencia y evolución cultural hacen que nuestros actos sean potencialmente muy diferentes a los de otras especies, algo que siempre debe tenerse en cuenta. Pero estudiar la violencia colectiva en otras sociedades animales permite apreciar que las sociedades humanas no son las únicas que se embarcan en guerras bajo el liderazgo de individuos que obtienen de ellas beneficios, pero evitan sus costes. En las mangostas se ha visto que el desacoplamiento de los que lideran los combates, con los costes de los mismos, dan lugar a que se amplifique la naturaleza destructiva del conflicto. En esto, al menos, no parecemos ser tan distintos.
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