En 1982, María, de 56 años, pasó un mes oculta en la montaña alimentándose de frutos y hierbas. Se escondía de los militares que sitiaban lo que había sido su hogar, la colonia de Chichupac, en Guatemala, arrasada después de que el Gobierno matara a más de 30 indígenas acusados de pertenecer a grupos insurgentes que conspiraban contra la dictadura militar de Efraín Ríos. María, que ha pedido que su apellido no se publique, tenía 14 años y volvió a la colonia, una comunidad indígena de la etnia maya achí, para recuperar documentos y fotografías de su padre, llamado Patrocinio y que fue uno de los asesinados. Se escondió de los soldados en una zanja improvisada en la que su corazón latía tan fuerte que pensó que la delataría. Han pasado más de 40 años desde aquello y aún arrastra recuerdos y traumas que no ha podido atender porque no ha ido a terapia. Tiene dos trabajos y ni puede pagarla, ni tiene tiempo.
Sentarse en un diván es un lujo para la mayoría de los que viven en España y aún más para aquellos que, como María, empezaron de cero en un país nuevo y encadenan trabajos sin lograr salir de la precariedad. Para más de la mitad de la población, un 57,3%, acudir a un profesional de la salud mental es algo “económicamente inaccesible”, según el último estudio de la Confederación Salud Mental España y la Fundación Mutua Madrileña.
Este informe también muestra que las mujeres presentan una mayor preocupación sobre la economía doméstica, lo cual repercute en su salud mental. El 13,4% de las mujeres querría acudir a terapia, pero no lo hace por no poder permitírselo, frente al 4,1% de los hombres. María, que era contable en Guatemala, se desdobla cuidando a personas mayores en una residencia y en otros seis domicilios. Trabaja seis días a la semana, de nueve de la mañana a diez de la noche. “Yo le digo a mi hija que debería estudiar psicología para ayudarme porque los psicólogos en España son demasiado caros”, dice entre risas.
Los recuerdos y los traumas del viaje resuenan en las cabezas de los refugiados. Alvine Liliane, camerunesa de 38 años, tuvo pesadillas durante meses en las que soñaba que seguía en Marruecos. “Me vino todo el odio de mi cabeza, todo lo que pasó en el viaje. Me despertaba gritando”, expone en una llamada telefónica. En su viaje, que duró más de un año, Alvine estuvo días sin comer, recorrió bosques peligrosos de noche y sufrió una violación. Cuando llegó a Tánger, vivió durante cuatro meses en una chabola “rodeada de piojos y que se inundaba muy a menudo”. La detuvieron en siete ocasiones por mendigar en la calle. Y lo peor, no dejaba de pensar en los dos hijos que tuvo que dejar en su país.
Alvine llegó embarazada a Fuerteventura en julio de 2020, en una barcaza con otras 65 personas. Tuvo que esperar a 2022 para que sus hijos, que ahora tienen 15 y 13 años, llegaran. Durante ese tiempo, cuenta que lo que había pasado “se volvió contra su cerebro” y que constantemente pensaba en morirse. Fue entonces cuando el equipo de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), la convenció para acudir a sus psicólogos. Lo que más la ayudó, cuenta, es que la psicóloga “siempre estaba ahí”. Emocionada, relata lo que le decía la especialista: “Tú vas a conseguirlo porque eres muy valiente. No llores, que todo va a salir bien”. Ahora, vive en un piso en alquiler en el madrileño barrio de Vallecas y trabaja en las cocinas del centro de acogida de refugiados de CEAR, en Getafe.
Más allá de las matanzas, la violencia, las guerras y la pérdida, hay un “dolor enorme” y bastante común entre los que emigran, según el psicólogo Saïd El Kadaoui. Este malestar, explica, se mitiga enormemente con una buena acogida en el país de destino. “Acoger bien te va a garantizar un buen proceso de integración y una transmisión a los hijos amorosa con el país. Te va a garantizar una estabilidad, que la gente sea feliz. Y cuando la gente es feliz, no hay resentimiento”, apunta. Alvine dice que España le ha dado en cuatro años un trabajo y un futuro para ella y para sus hijos. “Mucho más que Camerún en 34 años″, remarca.
Otros migrantes, como María, tienen que aprender a vivir sabiendo que, probablemente, nunca podrán volver a trabajar en el oficio al que se dedicaban en sus países de origen. Esto, explica El Kadaoui, genera “una enorme frustración”. Joseba Achotegui, doctor en psiquiatría y director del Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a Inmigrantes y Refugiados, en Barcelona, se ha encontrado con esta situación muchísimas veces.
Esta frustración es común encontrarla en miles de profesionales extranjeros, de latinoamericanos a afganos, que no consiguen ejercer en España y que perdieron sus carreras (y parte de su identidad) al partir. Este “duelo por el estatus” forma parte de lo que Achotegui acuñó como Síndrome de estrés crónico y múltiple o Síndrome de Ulises, que explica los cuadros de estrés y malestar psicológico de los migrantes y hace referencia a las innumerables adversidades que sufrió el héroe de Ítaca en La Odisea de Homero. Según Achotegui, alrededor de medio millón de personas sufren este síndrome en España: padecen insomnio, pensamientos recurrentes y ansiedad. El doctor expone que, aunque no siempre derivan en enfermedades mentales, las migraciones “son objetos de estrés” y el duelo por migrar “es para toda la vida”.
No sabe si será para toda la vida, pero María cuenta que su proceso es “largo” y “lleno de obstáculos”. Más de 40 años después, los recuerdos de la guerra aún la asaltan en su día a día. Lo que ocurrió en su colonia y lo que le hicieron a su padre es, para ella, “un daño irreparable”, algo de lo que “nunca sana al 100%, no importa cuánta psicología pague”, dice con resignación.
Su abogada, Adilia de las Mercedes, de la Asociación de Mujeres de Guatemala, le recomendó ir a terapia cuando tuviera el dinero, pero ella, de momento, no se lo plantea, por muy consciente que sea de que lo necesita. Solo se puede permitir pagarle algunas sesiones a su hija mayor, a la que tampoco le alcanza con su sueldo de camarera en un restaurante los fines de semana. María solo puede enfocarse en seguir trabajando con jornadas interminables que le permitan sacar a su familia adelante.
La autonomía como factor clave de la salud mental
Oleksiy Artiomov, de 43 años, también ha tenido que recurrir al sector doméstico para trabajar. Llegó desde Ucrania en abril de 2022 después de que evacuaran el centro neuropsiquiátrico en el que vivía en la ciudad de Pokrovsk, en la zona ocupada del Donbass. Ingresó en el centro ocho meses antes de la ofensiva rusa porque desarrolló una esquizofrenia y su madre no se quiso ocupar de él. Lleva desde agosto trabajando en la limpieza, pese a que él era tornero en su país y vive en una residencia de ancianos en Colmenar Viejo, tutelado por la Agencia Madrileña para el Apoyo a las Personas Adultas con Discapacidad (AMAPAD). En su caso, la falta de un empleo afectaba a su bienestar psicológico. Dice, en ruso, que estar en la residencia todo el día viendo la televisión “es como un pantano”. “Bajar, bajar y bajar. Te empantana, te hunde en el mismo sitio”, mantiene.
La ONG Fundación Manantial, que trabaja en la inclusión sociolaboral de personas con discapacidad intelectual, se encargó de la integración de Oleksiy y de otros 109 evacuados de instituciones psicológicas de ciudades ocupadas en Ucrania a través del Proyecto Pryvit (“hola” en ucranio). Héctor Luna, trabajador social y encargado del proyecto, cuenta que Oleksiy también sufre por la falta de independencia. Le administran el dinero, tiene que estar en su habitación a las 12 de la noche y no puede buscarse una habitación para vivir solo. La emergencia con la que se tuvo que situar a estos 110 ucranios no dejó tiempo para valorar casos, como el de Oleksiy, que no necesitan tanta ayuda, aunque ya han comenzado los trámites para rebajar la atención que recibe.