¿Qué hace esa mujer enseñando la vulva en un capitel de esta iglesia? ¿Y esa otra con los pechos desnudos que agarra el falo de un hombre? ¿O ese gran pene en erección en un canecillo? ¿Un monje en pleno coito con una mujer? Estas representaciones en iglesias románicas del norte de España llevan ahí unos mil años y sus interpretaciones han sido varias. La doctora en Filosofía y graduada en Historia del Arte Isabel Mellén (Vitoria, 38 años) ha publicado El sexo en tiempos del románico (Crítica), que, más allá de explicar estas imágenes explícitas, desarrolla el contexto en el que se crearon, “el de la abierta mentalidad de la clase nobiliaria, que pagaba esas iglesias y para quienes la sexualidad era fundamental para mantener su estatus a través de la reproducción”, decía a finales de septiembre, en una entrevista en la Casa Árabe de Madrid.
Aviso: esta experta habla de románico sexual, no erótico ni obsceno porque “eso supone un juicio de valor, una mirada patriarcal y heterosexual”. Si lo llamamos erótico, en concreto, “nos posicionaremos desde la mirada pornográfica masculina”, aunque la RAE diga que erótico es lo relativo al amor o al placer sexual.
Mellén despliega en el libro numerosos ejemplos de templos que contienen ese tipo de iconografía, característica sobre todo de la franja cantábrica. ¿Por qué ahí? “Tiene que ver con la situación que había en cada reino peninsular. Donde proliferaba el poder laico hay más representaciones, como en Cantabria”, con el mayor ejemplo del románico español, la iglesia de San Pedro de Cervatos, en cuyos canecillos (voladizos decorativos sobre los que se asienta un alero) vemos coitos, hombres y mujeres que muestran sus genitales o damas pariendo. “En Cataluña hay menos casos porque allí llegó antes, a través de los Pirineos, la reforma gregoriana”, llamada así por impulsarla el papa Gregorio VII, quien quería erradicar, entre otras cosas, el habitual concubinato de los clérigos.
La lista, no obstante, es numerosa. En Zamora está la iglesia de Santiago el Viejo, de finales del siglo X o comienzos del XI. En sus capiteles “hay una escena que podríamos calificar de orgía”, se señala en el libro, “con damas y nobles practicando sexo en distintas posturas”. En el interior, otro capitel muestra a una señora a cuatro patas a punto de ser penetrada por un noble. O coitos, como en la iglesia de San Martín de Mondoñedo, en Foz (Lugo).
Lo que se ve en todos esos casos es “pura propaganda política de la nobleza para legitimar la dinastía”, agrega Mellén, que señala fuentes documentales sobre la construcción de las iglesias a lo largo del libro. Se trataba de transmitir un mensaje: “Tenemos derecho a gobernaros porque somos los descendientes de un linaje”. Así que los nobles ordenaban a canteros y artistas reproducir escenas con las que se jactaban de quiénes eran y lo que hacían, que fundamentalmente era reproducirse. “Se les representa vestidos con elegancia; ellos casi siempre con el rol del guerrero o cazando y ellas en su papel, el de la reproducción, por eso hay tantos partos”.
Estudiosa del románico “con perspectiva de género” —su anterior libro es Tierra de damas. Las mujeres que construyeron el románico en el País Vasco y realiza junto a la periodista Naiara López de Munain el podcast Divulvadoras de la historia—, asegura que las féminas de la aristocracia desempeñaban el papel del “matronazgo, diseñaban y gestionaban obras de arte e iglesias románicas, y estas se convertían en panteones familiares”. Así que a estas mujeres se deben “muchas de las representaciones del románico de carácter sexual”. Mientras que en los templos que no costeaban los nobles “la decoración era completamente distinta”: “En los edificios cluniacenses [por la orden reformista fundada en Borgoña en el siglo X, defensora de la conquista del poder laico], la sexualidad es soterrada, no hay nada explícito”.
Eran dos visiones que tuvieron como trasfondo “toda una lucha de poder política e ideológica entre los siglos XI y XIII”. “Estamos en un momento de transición en la sexualidad, entre la que venía del mundo clásico y otra que promociona la castidad. Pugnan esas mentalidades, la primera era la hegemónica, pero la segunda emerge de forma muy potente a través de la reforma gregoriana”. La Iglesia católica quería arrebatar poder político a los señores feudales y un campo de batalla fue la defensa de otra moral, “represiva, que estaba solo en una pequeña parte del clero”. Sin embargo, con el tiempo y los concilios ecuménicos es la que se acabó imponiendo.
Este control tuvo su culmen “en los siglos XIX y XX, cuando permeó toda la sociedad”. De hecho, apunta que la destrucción de algunas imágenes sexuales del románico “es reciente, del pasado siglo, cuando molestaba su visión”.
También estaba por medio en esta “cruzada de la Iglesia contra el sexo” un asunto casi tan viejo como la humanidad: el dinero. “Como los sacerdotes entonces tenían hijos, el reparto de las herencias podía acabar amenazando la unidad cristiana” por ser foco de disputas. Así que la Iglesia impuso el celibato a sus religiosos para “aislarlos de sus familias y que fueran fieles a la institución, influir en ellos”. En este escenario, la historiadora destaca cómo las esposas o concubinas de los religiosos se convirtieron a ojos de la jerarquía eclesiástica en chivos expiatorios: “Se les consideró instrumentos del demonio y tuvieron que pasar a la clandestinidad o se vieron sumidas en la pobreza”.
Mellén critica en su libro y en la entrevista “la costumbre de trasladar al románico el sistema religioso de nuestro tiempo, cuando la sociedad medieval era muy diversa”. Sobre la interpretación que en la historia del arte se ha dado a estas imágenes sexuales, afirma: “Son propuestas que se han centrado en la genitalidad, en gente que está desnuda y practica coitos, y lo que faltaba era investigar temas como el deseo, el poder, y no rellenar los vacíos con nuestros estereotipos”. Y abunda: “La mirada masculina que desea y la que censura han vertebrado todos los discursos en torno al románico que se han vertido hasta la fecha, ignorando aspectos tan relevantes como la sexualidad femenina, la homosexualidad o incluso la transexualidad”.
Si salimos de las iglesias para entrar en las moradas de los nobles de aquellos siglos, la filósofa cuenta que eran las mujeres las que “dirigían la relación amorosa; como eran matrimonios de conveniencia, tenían relaciones extramatrimoniales, conocidas por su esposo”. “Para la pareja, lo importante era tener descendencia. Así que ella podía tener vasallos que hicieran lo que les pidiera. El premio para estos era el sexo”. Lo que no debían era tener hijos, en este caso, bastardos. De modo que “la penetración vaginal era secundaria, se lo pasaban bien de otras maneras, con todo tipo de prácticas sexuales, pero, claro, al final acababan teniendo hijos, que ya colocaban en algún puesto”.
Con tanto sexo, la intimidad era muy distinta a la de los parámetros actuales. En la noche nupcial había testigos alrededor de la cama, normalmente los progenitores de los contrayentes, para ver si se cumplía con el contrato matrimonial. “Además, las casas nobiliarias eran poco más que una habitación en la que convivían todos. Había una cama y los demás dormían alrededor, con suerte tenían algún tapiz de separación”. Por lo tanto, era habitual, como se explica en el libro, que se encontrara a gente copulando “por los rincones de los palacios y, normalmente, entre familiares relativamente cercanos”. Una práctica que, como es sabido, fue habitual en las monarquías en siglos posteriores.
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