El título de esta columna puede llevar a engaño, así que dejo ya clara la tesis desde el comienzo. La ruptura de la coalición de gobierno en Alemania puede ser una señal que anticipa el fin del excepcionalismo alemán, su increíble facilidad para forjar coaliciones transpartidistas y, en general, las políticas de consenso que consiguió sostener a lo largo de las últimas décadas. Hay pocos países en Europa que hayan logrado algo similar. Por no hablar de su firmeza a la hora de mantener el cordón sanitario a la ultraderecha de la AfD, que la diferencia incluso de los siempre tan perfectos países escandinavos, más proclives a su coqueteo con partidos similares; o de países más pequeños y muy próximos, como Holanda o Austria. Fuera de Portugal, todo es fraccionamiento del sistema de partidos, dificultad para instituir gobiernos, inestabilidad. Ni siquiera Francia es ya capaz de beneficiarse de su sistema electoral, antes tan funcional para embridar la contenciosidad de su vida política. Por eso, cuando observamos que puede comenzar a resquebrajarse el último mohicano del consenso de posguerra, hay buenas razones para hacer sonar las alarmas.
Desde luego, la primera y más ostentosa señal del cambio, en Alemania y en otros lugares, fue la explosión de la ultraderecha, que ahora mismo sigue como segundo partido en las encuestas ―en torno al 17%―, un punto por delante del SPD, aunque lo más probable es que este lo supere cuando llegue el momento electoral el próximo 23 de febrero. El ruido que la AfD introdujo en su sistema político es difícil de ponderar desde aquí, porque toca la consabida fibra sensible de la historia germana y carga de miedo y congoja a casi toda la sociedad. Sin olvidar que ha arrastrado a otros partidos a hacer de la emigración y el asilo uno de los principales temas de debate público. E incluso ha dado alas al partido de Sahra Wagenknecht, la gran sorpresa electoral en las últimas elecciones de Alemania Orientai, que sirve para potenciar el populismo de izquierdas y reducir casi a la nada a la vieja Die Linke.
Y, sin embargo, al comienzo todo parecía encajar en la nueva coalición semáforo, montada sobre un triángulo con elementos teóricamente dispares, como la justicia social (SPD), políticas medioambientales avanzadas (Verdes) y atención a los imperativos sistémicos del capitalismo al uso (FDP). Al final estalló por la rigidez del líder de los liberales. Hoy sabemos ya que venía conspirando desde hacía tiempo por hacerla quebrar. Pero no todo fue ausencia de liderazgo por parte del canciller o sus muchas disensiones internas. La guerra de Ucrania, que obligó a suplir aceleradamente el gas ruso por otras fuentes de energía, la competencia china a su superindustria automovilística, el aumento en los gastos de defensa y los escasos márgenes financieros disponibles dados los límites constitucionales al déficit fueron quizá los principales elementos que acabaron por acelerar el malestar de la ciudadanía. Es la coalición más impopular desde que existe la República Federal.
Con una economía sin apenas crecimiento y la amenaza de los aranceles de Trump, la campaña electoral se presenta apasionante. Es casi inevitable que el próximo canciller sea Friedrich Merz, de la CDU, siempre y cuando el SPD no designe como principal candidato al actual ministro de Defensa, Boris Pistorius, mucho más popular que Scholz, pero con menos auctoritas en su partido. Así que aquí también se seguirá la tradición hoy casi generalizada en las democracias de derrotar al incumbent. Al final, si dan los números, es posible que se retorne a lo de siempre, la añorada gran coalición. Pero me temo que ya nada volverá a ser como antes.