La política es una actividad de gran dureza por al menos tres razones: por las condiciones en las que se ejerce, por la severidad del juicio público y por el propio comportamiento de quienes la practican. Son tres factores que explican lo poco atractiva que resulta y lo mal comprendida que suele ser, pese a que nunca había sido tan relevante como ahora.
La primera causa de esa dureza es el entorno de incertidumbre en el que se lleva a cabo. Nadie lo ha dicho mejor que Jerome Ravetz: las condiciones bajo las que se ejerce actualmente la política pueden resumirse diciendo que los hechos son inciertos, los valores están en discusión, lo que está en juego es importante y las decisiones son urgentes. Tomar decisiones en esas circunstancias equivale a exponerse al error como tal vez pocos oficios. Esto explica el hecho de que la política esté funcionando como una cruel trituradora de líderes, a los que no se les perdona con facilidad las equivocaciones, apenas se les concede una segunda oportunidad y con frecuencia abandonan una batalla que les exige demasiados sacrificios personales. La renuncia de Jacinda Arden, la primera ministra de Nueva Zelanda, es uno los casos más sonoros de dimisión debido a que no se sentía capaz de soportar tanta hostilidad.
La segunda causa de esa dureza tiene que ver con el propio comportamiento de los políticos, que tienden a dramatizar su antagonismo, denigran a sus competidores y a lo que más temen es a mostrar alguna debilidad, como por ejemplo a que el entendimiento con los adversarios sea interpretado como falta de lealtad a sus principios. La política es hoy tan brusca porque la competición no es un elemento que se equilibre con la cooperación, sino que se ha convertido en la lógica dominante.
Hay un tercer factor sobre el que se suele llamar menos la atención y que revela hasta qué punto los electores también somos responsables de este estado de cosas premiando un sectarismo que después aseguramos lamentar. La ciudadanía tendemos a jalear estos comportamientos y a gratificar la hostilidad o penalizar la blandura. Con frecuencia esperamos de nuestros representantes cosas contradictorias, como por ejemplo que cumplan sus promesas y luego nos quejamos de que no lleguen a acuerdos (para lo que sería necesario llevar a cabo una transacción que de hecho implica “traicionar” aquellas promesas en alguna medida).
Por supuesto que la sociedad está atravesada de conflictos y la política en mayor medida, a la que hemos confiado la misión de representar nuestros diferentes valores e intereses. La práctica de la amabilidad no significa sustraerse al conflicto, sino aceptarlo, reconducirlo de modo que sirva para avanzar y no se convierta en un evento de destrucción. La cuestión es transformar el conflicto en energía positiva cuando resulte posible, evitarlo cuando se pueda y hacerlo siempre más breve y menos dañino.
Para esto necesitamos reflexionar sobre la posibilidad de otro tipo de liderazgo que no consista en “matar” al adversario. ¿Estamos tan seguros de que no hay otro procedimiento que sea recompensado en términos electorales? ¿Cómo explicamos entonces que los líderes más valorados (ahora, por ejemplo, Yolanda Díaz) no suelan ser los más agresivos? Alguien podría objetar que en un entorno tan competitivo como el de la política mostrar algún tipo de cordialidad es ofrecer un flanco que será rápidamente aprovechado por los adversarios para debilitar la propia posición. Pese a todo, tengo muchas dudas de que el liderazgo únicamente pueda conseguirse y mantenerse mediante una dura confrontación con el adversario político.
Un liderazgo cordial es posible y debería recoger algunas propiedades que requieren más inteligencia y sofisticación que la rudeza del choque con el adversario. De entrada, aceptar que el mundo es complejo requiere más coraje que simular la fortaleza de quien se sabe en el lado correcto de la historia, previamente simplificada entre buenos y malos. Nuestros representantes deberían reconocer la incertidumbre en la que se encuentran, no mostrar una seguridad de la que carecen y estar dispuestos a admitir los errores. Si no lo hacen es porque piensan que los representados no lo aceptaríamos. De ahí que estén aterrorizados por los propios errores y por el hecho de que otros puedan apoyarse en ellos para obtener ventajas en términos de competencia. Pero los errores nos hacen amables, como decía Goethe. La capacidad de equivocarse con elegancia —y de admitirlo cuando sea necesario— es una parte fundamental del éxito en política o en cualquier otra actividad.
Tal vez eso sea lo que permita salir de la jaula del ego y dotar al nuevo liderazgo de un sentido del humor del que las actuales autoridades políticas suelen carecer, incapaces de reírse de sí mismos, presas de una insufrible seriedad. Quien llega al poder suele tomarse terriblemente en serio a sí mismo y a lo que hace, aunque a veces sea insignificante. El humor es un arma contra el fanatismo, es inteligencia capaz de tratar de manera ligera el material delicado. Funciona cuando somos capaces de gestionar la ambigüedad y cultivar la duda. Comparemos el humor amable o la ironía fina con el modo sarcástico de un Trump, despectivo y violento, al hacer bromas de sus enemigos. No todo el mundo es capaz de adoptar aquella regla que proponía Foucault: ser militante no significa necesariamente ser triste. Pensemos, por el contrario, en la sonrisa de Arden o de algunas lideresas más cercanas.
Los núcleos duros de los partidos suelen menospreciar el prestigio de sus líderes más amables fuera de sus entornos como una forma de seducción para neutralizarlos, pero no tienen ninguna respuesta al problema de cómo crecer con el lenguaje áspero de la resistencia. Algo así le puede estar pasando a Yolanda Díaz, como antes a Íñigo Errejón, que son mejor valorados fuera de sus partidos de origen, lo que les permitiría llegar a nuevos sectores de la sociedad, pero eso mismo inquieta a los militantes más fervorosos. Ocurrió también en el seno del nacionalismo vasco, cuando los más soberanistas acusaban de quererse congraciar con los adversarios a quienes, siendo igual de soberanistas, no le veían ningún futuro al choque institucional y hablaban en términos de pacto e incluso seducción. Y puedo suponer que si el conflicto catalán no se ha resuelto todavía de una manera satisfactoria, es decir, realmente pactada, es porque un entorno político tan polarizado no permitió, en ninguna de las trincheras, el afianzamiento de liderazgos favorables a la cesión mutua y al entendimiento. Dejarse marcar el paso por los más ideologizados entre los propios sirve para mantener unida a la tribu, pero no permite ampliar los apoyos electorales o las posibilidades de construir mayorías parlamentarias y sociales con otros agentes políticos.
Aquella opinión, erróneamente adjudicada a Darwin, de que solo sobrevive quien más compite, era en realidad una frase de Herbert Spencer para caracterizar ese mundo regido por la competición implacable y despiadada que está en el origen de la desigualdad. Hay quien ha propuesto que sería más coherente con el pensamiento de Darwin hablar de la supervivencia del más amable, ya que la cooperación, más que la competición, es lo que ha hecho posible los éxitos de nuestra especie. Los antepasados de la humanidad que mejor han logrado sobrevivir habitaban en comunidades unidas y solidarias. El prestigio de la lógica combativa es inmerecido y tampoco sirve para la supervivencia política.
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