Es difícil no dejarse arrastrar por la poderosa inercia de estas fechas. A ver, que levante la mano quien, en algún momento u otro en torno al 31 de diciembre, no se permita un breve repaso del año transcurrido y, sobre todo, un barrunto o esbozo de los 12 meses venideros. A mí me ocurre, al menos; en estos días siempre hago un pequeño balance del año que se acaba y una proyección a medias temerosa y a medias voluntarista del que comienza. Yo diría que les pasa a muchos; son los famosos propósitos de enmienda de los que se benefician tantos gimnasios, tantas academias de idiomas y tantos nutricionistas especializados en adelgazar, por mencionar solo tres de los negocios más solicitados en el siempre renovado y a menudo fracasado plan de mejora de uno mismo.
Pero acabo de mencionar una palabra clave, el fracaso, que me lleva a otra, más amplia y profunda, sobre la que quería reflexionar en este artículo: la frustración. Digamos que el fracaso tiene un ingrediente público y se desarrolla ante espectadores, mientras que en la frustración la derrota no es visible sino íntima y privada, de modo que quizá nadie sepa, más que tú, que ese ácido está corriendo por tus venas y envenenándote. La frustración, dice la RAE, es la acción y efecto de frustrar, es decir, de privar a alguien de lo que esperaba. Y me temo que ahora voy a sonar tan antigua como la abuelita Ciruela, pero tengo la desasosegada sospecha de que en nuestra sociedad, en el mal llamado Primer Mundo, nos encontramos cada día menos preparados para sobrellevar la frustración. El sistema de consumo acelerado en el que estamos inmersos, ensordecedora y artificialmente amplificado por las redes, nos impulsa a desear de manera loca, a desearlo todo aquí y ahora, sin reflexión ni pausas, sin límite o demora. Y las redes nos hacen ver un mundo mentiroso en el que los demás parecen poseer y ser cuanto quieren de inmediato. O sea, todos están genial, menos nosotros.
Llueve sobre mojado, por supuesto. La insatisfacción es uno de los rasgos distintivos del bicho que somos. Un poco de insatisfacción enardece y aviva, impele a los humanos a llegar a la Luna; pero su exceso, y por lo general se nos va la pinza, es una patología muy destructiva. Una de las frases más estremecedoras de Oscar Wilde dice así: “Para la mayoría de nosotros, la verdadera vida es la que no vivimos”. Seguro que en estas palabras también latía cierta referencia a la terrible sociedad represiva de la época, en la que, por ejemplo, ni gais ni mujeres podían ser quienes de verdad eran, pero sin duda en lo más profundo se refiere a la consabida insatisfacción humana. Y qué horror llegar a perder el sentido de tu realidad hasta ese punto, qué pena desperdiciar la vida, esta vida nuestra tan brillante, breve y única, en obsesionarnos con lo que no tenemos en vez de apreciar y disfrutar lo que poseemos.
Y si Wilde decía en sus tiempos eso, imaginaos ahora. Estamos tan maleducados emocionalmente y crecemos tan ajenos a lo que es cualquier frustración que el hecho de que se haya acabado el sabor del helado que íbamos a comprar puede amargarnos durante un buen rato. A la mitad de los niños los abarrotan de regalos y juguetes antes de que ni siquiera puedan desearlos, y la otra mitad, de economía precaria, viven la carencia como una humillación, como un fracaso público y estridente. Somos unos yonquis del deseo instantáneo. Unos analfabetos en frustración.
Un buen jardinero me dijo un día que, para crecer fuertes y sanos, los árboles tenían que pasar un poco de sed, porque así sus raíces se hundían en la tierra y el tronco se erguía mucho mejor anclado y más poderoso. Vivir es, por definición, perder, no poseer, no completar, no lograr nunca todo. Vamos dejando atrás posibilidades, opciones, sueños no cumplidos, además de nuestra infancia, nuestra adolescencia, nuestra juventud, y así sucesivamente. Gracias a todas esas pérdidas y esas carencias vamos desarrollando otras realidades. Otros presentes que hay que saber habitar. Olvidaos de aprender inglés en el nuevo año: me parece más provechoso aprender a soportar la frustración para así poder crecer mejor, más fuertes y con más raíces. Eso es lo que yo quisiera conseguir en los próximos 12 meses: vivir sin que los deseos desaforados me enloquezcan, no inventar mi futuro, sobrellevar las pequeñas y cotidianas pérdidas como el roble sobrelleva la sed e instalarme con consciencia plena en el presente. Ojalá. Feliz 2025, amigos.