A veces, cuando un lector me dice que lee con gusto mis artículos, añade: “Aunque no siempre estoy de acuerdo con usted, ¿eh?”. “No se preocupe”, lo tranquilizo. “Yo tampoco”. Hablo en serio; cada uno es como es: yo, apenas formulo una idea o escribo un artículo, ya estoy pensando en refutarlo. O por lo menos en matizarlo.
Hace poco publiqué en esta columna un artículo en el que lamentaba mi propensión patológica al optimismo: el optimismo es un error, aseguraba; la esperanza, también: cuanta más esperanza acumulas, más desdichado eres, porque más decepciones te llevas; y a la inversa: el secreto de una vida dichosa estriba en no esperar nada de nada ni de nadie. De ahí que Nietzsche escribiera que la esperanza es el peor de los males que guarda la caja de Pandora, porque garantiza que viviremos para siempre atormentados… En fin: nada que no sepamos desde los estoicos. Semanas después de escribir esas palabras, sin embargo, leí en un libro de Susan Neiman una vindicación de la esperanza; el libro se titula Izquierda no es woke y contiene una persuasiva apología de la vieja izquierda marxista frente a la nueva izquierda foucaultiana, del valor de la justicia frente a la seca avidez de poder, del universalismo ilustrado frente al particularismo woke (“tribalismo”, lo llama Neiman). En cuanto a la esperanza, Neiman admite que, si de lo que se trata es de llevar una vida apacible y feliz, los estoicos y Nietzsche aciertan; pero, si de lo que se trata es de mejorar el mundo, quien acierta es Kant, que argumentó que no es posible actuar correctamente sin esperanza: la esperanza aspira a cambiar las cosas y, como escribe Neiman, “si sucumbimos a la tentación del pesimismo, el mundo tal y como lo conocemos está perdido”. También escribe: “En una era en que las amenazas que se ciernen sobre el mundo parecen abrumadoras, el pesimismo resulta seductor, pues nos asegura que no hay nada que hacer. Una vez que sabemos que es inútil luchar, podemos dejar de hacerlo”. Así pues, he aquí el dilema: el pesimismo puede hacernos más felices, pero nos condena a vivir en un mundo peor; el optimismo puede hacernos más infelices, pero nos brinda la posibilidad de vivir en un mundo mejor, o como mínimo nos permite luchar por él. ¿Un dilema irresoluble? ¿No queda más remedio que elegir entre la aspiración a la felicidad personal y la aspiración a la felicidad colectiva? ¿No hay manera de resolver la contradicción? Para esa pregunta vislumbro dos respuestas, que quizá son la misma. La primera es de Francis Scott Fitzgerald; éste, en febrero de 1936, escribió que la prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad para retener en la mente dos ideas opuestas al mismo tiempo y, pese a ello, seguir conservando la capacidad de funcionar; añadió: “Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, pese a ello, estar decidido a hacer que sean de otro modo”. La segunda respuesta (u otra versión de la primera) es de Antonio Gramsci, o más bien de Romain Rolland, de quien Gramsci tomó en 1920 un lema celebérrimo, que se estampa o debería estamparse en las camisetas: “Pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”. Por supuesto, no todo el mundo goza de la inteligencia de primera clase que ponderaba Scott —que no había leído a Gramsci, aunque sí a Rolland—, pero lo cierto es que Gramsci no proponía su lema prestado a los cerebros más ilustres de su tiempo, sino a sus compañeros revolucionarios italianos, la mayoría humildes proletarios. En una carta a su hermano Nannaro escrita en 1929 desde una cárcel fascista, lo glosaba así: “Pienso, en cualquier circunstancia, en la hipótesis peor, para poner en movimiento todas las reservas de voluntad y ser capaz de abatir el obstáculo. No me he hecho nunca ilusiones y nunca he tenido desilusiones”. En eso consiste esa suerte de pesimismo esperanzado que postulan Gramsci y Scott: en no esperar nada, o en esperar lo peor, mientras se pelea para conseguir lo mejor.
¿Es esa la solución del dilema? ¿Tiene el dilema solución? Mi inteligencia me dice que no; mi voluntad, que sí. Ustedes dirán. Entretanto, feliz 2025.