Después de escribir sobre el amor, la soledad o la familia, supongo que uno ya se ha ganado el derecho a escribir de lo que más le importa. Hablemos, pues, del dry martini: ese invento que hubiera aligerado las melancolías de Séneca y dado vidilla a los diálogos de Platón, pero que solo llegó al mundo para hacer, junto a la penicilina y las neveras, un poco más presentable el siglo XX. El XXI, de momento, no parece ser su siglo. La costumbre, o quizá nuestra pobreza de espíritu, reduce las opciones del aperitivo a “una cervecita”. La mera existencia del dry martini ya es un reproche contra todas esas ginebras que saben a chicle. Y una frustración para tanto barman que, consagrado a la satisfacción de nuestro capricho etílico, sucumbirá, sin embargo, ante uno de los triunfos de la parquedad humana: al final, el martini solo necesita ginebra, una aguadilla de vermú, una aceituna y mucho frío. Cualquier cóctel a su lado parece una confusión. Y sus variaciones, casi siempre, una desnaturalización: pensemos en ese espresso martini que ni es espresso ni es martini.
Incapaz de admitir enmiendas o correcciones, el martini, como los huevos escalfados o los nudos de corbata, pertenece a esas cosas que solo pueden hacerse bien o rematadamente mal. Lo habitual es que se haga mal. No pasa nada, por tanto, por mostrar un punto de intolerancia y dogmatismo en la materia. El martini ha de ser seco como una carta de la Agencia Tributaria, pero —por algún motivo— nos cuesta aceptar que, en lo que toca al vermú, nunca hay suficientemente poco. La generosidad, de hecho, juega un papel preponderante a la hora de explicar por qué fracasan los martinis: salvo que uno tenga el hígado de un joven secretario de embajada, es mejor en tamaño dedal que en tamaño sopera. En primer lugar, porque esos martinis hechos para chapotear más que para beber solo ponen en órbita a las transaminasas. En segundo lugar, porque un martini grande es un martini caliente, y un martini está llamado a ser muchas cosas, un despegue en vertical, el preludio a la fiesta de un fauno, pero nunca una infusión. La temperatura de servicio, pues, debe ser la más cercana al cero absoluto. En un club que conozco ofrecen una solución practicable: hay dry martini “grown up” —entero— y dry martini “baby”. Este se lo he visto tomar a un señor que entonces tenía 99 años y ahora, bendito sea, tendrá 100. Saquen ustedes el corolario.
Hay sitios célebres para el dry martini. En el hotel Dukes de Londres lo sirven con una liturgia que en otros tiempos se reservaba para la misa tridentina. En el Harry’s Bar de Venecia no usan la copa tradicional —cónica e icónica— sino un vaso con la medida de un coscorrón. Es un martini perfecto, a despecho de tantos que se quejan de los precios del Harry’s Bar, cuando la única manera de estar bien dentro pasa, ay dolor, por dejar a mucha gente fuera. Una gracia propia del martini, sin embargo, es que se puede hacer, insuperable, en casa. ¿Aceituna o corteza de limón? Esa es de las pocas libertades que nos deja el dry martini, y al respecto solo cabe recordar que, si hemos evitado que sea una infusión, tampoco es bueno que parezca una ensalada.
Por mucho tiempo que pase, el martini seguirá imponiendo lo mismo al barman principiante que a los bebedores con muchas horas de barra. Es un temor de Dios muy necesario, porque el día que nos entregamos al dry martini hay que tener una cierta predisposición a que el mundo se acabe con nosotros o, por lo menos, la cautela de reservarse una parte generosa —esta vez la generosidad sirve— de la tarde. Nadie se pide un martini sin que otro, más allá en el bar, dé en pensar: “Aquí hay alguien que va en serio”. Al final, el primer martini lo tomamos siempre con Manrique: nos aviva el seso y despierta. Luego van a pasar las horas, va a pasar lo que tenga que pasar, hasta que llega ese momento en que, exhaustos y felices, ya solo queremos lo que dijo Shakespeare: “Morir, dormir, dormir, tal vez soñar”.