Nadie en el sector pesquero recuerda haber vivido algo parecido a lo que sucedió en la tarde noche del martes pasado en Bruselas. Este año se esperaban nuevos invitados a esa batalla de baja intensidad que lleva 38 años librándose en Europa cada mes de diciembre, cuando llega el momento en que los ministros de Agricultura y Pesca se sientan a negociar hasta la madrugada —con altas dosis de teatralidad— cuáles serán las capturas de peces máximas que se permitirán por cada especie para el año siguiente (TAC) y cómo se repartirá por países esa capacidad de pesca. España, primera potencia del continente, con el 25% de la flota en términos de tonelaje (que indica la capacidad de almacenamiento) y una cuarta parte del empleo pesquero primario de la UE, lleva años quejándose de que sale mal parada del reparto. Tantos, que durante muchas Navidades el llamado Agrifish (reunión de ministros) ha dejado de ser noticia.
Pero esta vez era distinto. El nuevo comisario de Océanos y Pesca de la Comisión Europea, el biólogo chipriota Costas Kadis, tenía la dificilísima papeleta de defender un plan de recorte de las posibilidades de pesca en el Mediterráneo de 130 días actuales a 27. Un objetivo pactado en 2019 que se antojaba imposible de cumplir sin un doloroso recorte de puestos de trabajo, cierre de negocios y desguace de barcos. 17.000 familias y 556 buques estaban en juego. Como decían las pancartas de cientos de manifestantes que se concentraron a las puertas de la Comisión en Madrid, “Con 27 días al año no hay empleo ni pescadores”.
Ese día pasaron algunas cosas inusuales. Grupos ecologistas, como Oceana, se unieron al sector al reconocer el grave impacto socioeconómico que supondría aplicar el plan a partir del 1 de enero en todo el Mediterráneo. El comisario tuvo un gesto que nadie recuerda en ninguna otra negociación: se levantó de la mesa en pleno consejo de ministros para hablar con los representantes de varias organizaciones, como patronales y cofradías, que acompañaban a la delegación española. “Nos dijo: ‘Vengo a miraros a los ojos y deciros que siento mucho esta situación”, cita Javier Garat, secretario general de Cepesca, la patronal pesquera. Kadis explicó que evidentemente no iba a salirse del marco reglamentario (el recorte fue aprobado por el anterior equipo de comisarios), pero que sería flexible para aceptar medidas compensatorias que amortiguasen su impacto. El ministro español Luis Planas, que en un principio calificó de “inaceptable” la propuesta, acabó asumiendo un acuerdo que “neutraliza”, en sus palabras, el tijeretazo y mantiene los días de pesca actuales si se aplican una serie de medidas que hacen la actividad más sostenible. No consiguió una minoría de bloqueo, como querían los pescadores, para congelar la entrada en vigor.
Pero más allá de este nuevo capítulo de desencuentros, a la pesca le está sucediendo lo mismo que al campo: se siente abandonada, injustamente tratada por unos legisladores que, en el mejor de los casos, se han subido alguna vez a un barco pesquero sin marearse, como ironizaba uno de los manifestantes esta semana en Madrid.
Desde que España entró en la UE y asumió la Política Pesquera Común (PPC), la flota ha descendido sin remedio: en 2008 había 13.000 buques censados y este año la cifra es de 8.657. Esos barcos llenan sus bodegas con unas 800.000 toneladas de peces, crustáceos y moluscos, de los cuales, cerca de 600.000 proceden de aguas reguladas por la Unión Europea. La primera venta de esos productos genera unos 2.000 millones de euros, según la estadística del Ministerio de Agricultura y Pesca. Pero estos peces no son suficientes para atender a un consumo interno que, aunque desciende de forma alarmante, supera en casi 70.000 toneladas la oferta (entre 2019 y 2023 cae un 16%, hasta los 18 kilos per cápita actuales). Como resultado, España compra fuera productos del mar por valor de 6.900 millones (datos de 2023), frente a unas exportaciones que no llegan a 4.000 millones, lo que arroja un saldo negativo que ascendió el año pasado a 2.960 millones.
Basilio Otero, presidente de la Federación Nacional de Cofradías, resume que la frustración de la pesca va paralela a la irritación de los agricultores. “Tenemos la sensación de que la Comisión, más que un organismo regulador, es un impedimento. Nos exigen, pero no trasladan esas mismas exigencias a los productos importados”. O, como definía esta semana la presidenta de los armadores de Santa Pola (Alicante), Reme Ruso: “Nos obligan a pescar agua”, en referencia a los cambios de mallas que propone el acuerdo y que serán ahora más grandes para no capturar a los ejemplares juveniles.
El responsable de las cofradías habla de que el Mediterráneo se está gestionando mal, como “un todo”, pero “no tiene nada que ver el arrastre en Andalucía con el de Cataluña, no son las mismas especies, no se puede tener el mismo modelo de gestión”. Afea a la Comisión estar desplegando políticas como si fuese la única economía que pesca en el mundo, sin tener en cuenta que, por ejemplo, Argelia o Túnez triplicaron su flota en los últimos años y tienen objetivos económicos y medioambientales distintos a los europeos. “No es lógico”.
Para Garat, hace falta un cambio de rumbo radical de la Política Pesquera Común, cuya última reforma data de 2013. “El artículo 39 del tratado [de funcionamiento de la UE] habla de cuidar al sector primario, pero no se cumple”. Repasa las protestas que cada poco tiempo ofrecen imágenes de jureles, caballas o anchoas desparramadas por los pescadores en protesta por los cupos y afea que en la Comisión impere el criterio medioambiental, dice, sin darle la misma importancia a los aspectos económicos y sociales de las poblaciones ribereñas.
Pero esa es solo una parte de la historia, porque lo cierto es que la PPC ha sido herramienta de notable éxito en el Atlántico, donde ha dado como resultado una recuperación de las pesquerías en aguas nacionales hasta alcanzar el rendimiento máximo sostenible (RMS), que es una medida que hace referencia a las mayores capturas que pueden obtenerse de una población de peces sin dañarla. Ejemplos visibles son la merluza del Atlántico, que estuvo a punto de desaparecer en los 90, y que se ha recuperado de forma espectacular en las últimas dos décadas; o la anchoa del Cantábrico, que dejó de pescarse entre 2005 y 2010 por sobreexplotación. Para alegría de los restaurantes que sirven sushi también se ha salvado del desastre el atún rojo, muy degradado hasta 2007, aunque su recuperación no es atribuible a Europa, sino al acuerdo de los países que forman la Comisión Internacional para la Conservación (ICCAT, por sus siglas en inglés).
El propio secretario de Cepesca reconoce que la PPC ha sido una política exitosa a nivel biológico, pero recuerda que “esos sacrificios han obligado a reducir la flota a través de un esfuerzo grandísimo. Miles de pescadores han desaparecido”.
A los que se han quedado, siempre hablando de medias globales, no parece irles mal. Los datos recogidos en la Encuesta Económica de Pesca Marítima muestran que la rentabilidad por buque ha crecido globalmente un 28% entre 2021 y 2022 (últimos disponibles). Lo que no han crecido, por cierto, han sido los gastos de personal (un 7% acumulado entre 2020 y 2023 frente a una inflación del 15,5% en el periodo). “La rentabilidad va por barrios”, define la patronal, distinguiendo entre pesca artesanal, bajura o altura. “Las empresas que faenan en el caladero Gran Sol y que resistieron a la crisis cuando se implantó el plan de recuperación de la merluza norte están en situación bastante razonable”, apunta Garat. La restauración del atún rojo del Atlántico volvió a llenar las almadrabas, pero los cerqueros del golfo de Cádiz sufren con las restricciones de sardina y a los arrastreros y palangreros de fondo les ha caído la facturación un 30% desde que se quedaron sin poder pescar, a finales de 2022, en 87 zonas del Atlántico nororiental.
Iván López, presidente de Agarba, asociación de buques de bacalao, y al frente de EBFA, la Alianza Europea de la Pesca de Fondo, que utiliza el criticado arte del arrastre, recuerda que los casos del Atlántico y el Mediterráneo son diferentes porque el primero se regula por cuotas de captura y el segundo, por días máximos de pesca. Pide “enfoques ecosistémicos” y planes realistas a la Comisión: “Somos muy buenos poniéndonos objetivos, pero luego viene la realidad. Nos ha pasado con las emisiones [contaminantes] y pasa con la pesca. Llegar a un acuerdo para el plan de explotación [del Mediterráneo] llevó seis años. Se pusieron medidas graduales de reducción del esfuerzo pesquero durante cinco años que recortaron un 40% la pesca. Pero ahora quieren que ese esfuerzo sea, de un año para otro, el doble del que se ha conseguido en cinco años. Imagínese que tiene una tarjeta de crédito que le va refinanciando la deuda, pero lo deja todo para un último pago”, ejemplifica. Admite que la pesca está lejos de ser perfecta, pero le gustaría percibir más sensibilidad desde Bruselas: “Los intentos de diálogo han tendido a ser más monólogos sin escucha”. También aboga por regular y legislar los productos, no a los productores. “Que una merluza, venga de donde venga, esté en el mercado porque cumple los mismos requisitos que otra”. Y, como otras voces, repite que la legislación “está muy condicionada por los pensamientos agroambientales de urbanitas”. Por ejemplo, respecto al dañino arrastre del que depende su empresa: “Por supuesto que tiene impacto. Ha transformado los fondos marinos. Pero seguimos pescando en los mismos sitios y siguen siendo productivos, porque de lo contrario no pescaríamos. El arrastre hoy no es igual que el del siglo pasado”.
Todo lo contrario opina Javier López, director de campañas en Oceana. “Hemos llegado hasta aquí porque en el Mediterráneo nadie hacía nada. Ni el sector pesquero ni las Administraciones. Estamos a favor de una pesca sostenible, no estamos en contra de pescar”. Y recuerda que la FAO lo califica como el segundo mar más sobreexplotado a nivel global. “Es verdad que la reducción a 27 días iba a tener un impacto muy severo, había un riesgo elevado de terminar con la pesca, por eso optamos por apoyar una reducción no tan drástica que fuese acompañada de medidas técnicas”. Desde Greenpeace, Marta Martín-Borregón, responsable de Océanos, añade que hay un problema fundamental en el arrastre: “Es un arte de pesca insostenible, por muchas medidas de apoyo que se introduzcan”. Pese a todo, entiende el descontento del sector: “Para que haya una transición justa no se puede dejar de lado la parte social”.
Ahora solo queda negociar la letra pequeña. No va a ser fácil: el ministerio se reunirá el lunes con los pescadores para convencerles de que deben cambiar sus aparejos, que cuestan entre 5.000 y 6.000 euros, y poner unas puertas a sus barcos de arrastre que no dañan los fondos (entre 50.000 y 60.000 euros). Ya hay cien buques con ellas, pero es necesario que toda la flota se implique para conseguir las bonificaciones surgidas de la negociación en ese martes en Bruselas.
La historia de un sacrificio
Los peces no suelen ser propiedad de nadie hasta que han sido capturados. Las poblaciones de peces se consideran un recurso común salvaje que necesita una gestión colectiva. Y eso significa negociar. La Política Pesquera Común fue una de las primeras en compartirse en la UE y supuso que los países renunciasen a la soberanía de las aguas (las famosas 200 millas de zona económica exclusiva (ZEE) que se regularía en virtud del principio de igualdad de acceso). Pero el Reino Unido, Dinamarca o Irlanda buscaron una fórmula para protegerse de la previsible entrada de España y Portugal del año 86, y la encontraron al identificarse como regiones altamente dependientes de la pesca. Se creó entonces un sistema basado en la “estabilidad relativa”, que en la práctica supuso el veto de los españoles a ciertas zonas de las aguas comunitarias —los pescadores gallegos todavía recuerdan que tenían prohibido pescar en el llamado Box irlandés—. La historia desde entonces ha dado como resultado un complejo encaje de distintos intereses en los mares para adaptar la capacidad de pesca a los recursos existentes. Algo que se ha conseguido a trompicones y que a menudo deja una imagen poco amistosa del sector. “Así es difícil atraer a la gente a la pesca”, reflexiona Iván López, presidente de Agarba, asociación de buques de bacalao. Entre 2012 y 2022 la pesca española ha perdido 10.000 tripulantes y el consumo parece no tener suelo.