Tengo desde hace más de medio siglo un cuñado neoyorkino, un tipo de verdad majo, hincha de los Yankees. Un día le pregunté por qué a los americanos no les gustaba el fútbol, si era por la escasez de tantos. Me dijo que no, que a los americanos sólo les gustaba ver en la tele deportes en los que el espectador se puede meter en la mente del entrenador, pensar con él. Y que en el fútbol eso no se daba.
Así era entonces. No había cambios, los mismos once que salían terminaban. El trabajo del entrenador terminaba con el pitido inicial. En los deportes americanos, por el contrario, el entrenador no deja de maquinar cambios y posibles jugadas. Cuando nos llegó el baloncesto a la tele, contrastó mucho la actitud de sus técnicos, de pie, dando saltos y gritos mientras retiraban y metían constantemente jugadores, con la pasividad de los de fútbol, sentados en el banquillo, sujetos pasivos del triunfo o la derrota.
Ya no es así. Empezamos en el 70 por el imperativo piadoso de no tener a cojos padeciendo sobre el campo, y ya vamos por cinco cambios, seis si hay prórroga o golpe en la cabeza. En las transmisiones de radio es ahora una constante que el de la voz cantante pregunte al reportero de campo qué hace, dice, piensa o mira el entrenador. Y cuando empiezan a calentar suplentes todos nos apresuramos a especular quiénes serán los sustituidos y si cambiará o no del dibujo táctico.
Hay muchos más síntomas. Los números personales, sustitutos de la venerable escala posicional del 2 al 11; las interrupciones, muy buenas allí para comprar palomitas, no se han limitado los cambios, han seguido con la pausa de hidratación y la costumbre sobrevenida de parar en cuanto hay uno en el suelo (Di Stéfano hacía burla del baloncesto con eso: “¡Se cayó el grandote! Hay que parar… Y sale el de la mopa…”); la volatilidad de las plantillas, consecuencia del poder de los agentes; las estadísticas, nacidas en el béisbol, una irrupción invasiva con conceptos como los expected goals que ya veremos si no terminan resolviendo desempates; los bloqueos en cada córner, con los que los árbitros no saben qué hacer. Lo siguiente será el reloj parado, que ya se discute.
Lo pensaba tras la Intercontinental, cuando vi una reala de ocho árbitros, ocho, subiendo por sus medallas. No hace tanto que bastaba un taxi para llevar al cuerpo arbitral a un partido, ahora se necesita una van. Consecuencia del VAR, herencia de la NFL; para más identificación, en los partidos FIFA el árbitro anuncia su fallo por la megafonía.
Los americanos han colonizado el mundo con casi todo, pero no con el deporte, en el que sólo el baloncesto tiene cierta presencia universal. Quizá sea por eso que el fútbol haya decidido tunearse para complacer al indiferente. O quizá el indiferente ha dejado de serlo y está dispuesto a hacer del fútbol la estrella número 51 de su bandera. Ya tienen más equipos de la Premier que los jeques y acaban de asaltar el calendario, apoderándose de medio junio y medio julio para un nuevo Mundial de clubes. Y en 2026, Mundial de Selecciones también allí, junto a sus países limítrofes.
La primera aproximación, con Kissinger (Mundial-1994), fue mucho más respetuosa. Esta empezó por aquella International Champions Cup repartida por continentes, germen de la Superliga en su idea inicial, una NBA cerrada a cualquiera que no perteneciera al exclusivista club de aporófobos que pretendió el desafuero. Tampoco creo que este viento de América sea ajeno al carrusel de retoques del Reglamento, muy en la línea de ese afán de novedades que define el american way of life.
No soy antiamericano. Han socorrido a la vieja Europa en dos guerras mundiales, entre otras cosas. Pero el fútbol conquistó el mundo haciendo las cosas de una manera distinta a la de los deportes de allá, así que me creo con derecho a dudar de que desvirtuarlo para acercarse a ellos produzca algún provecho.