La tarea es inmensa e ínfima la talla y la preparación de los personajes escogidos para realizarla, en gran parte seleccionados entre los tertulianos de Fox News. Se trata de culminar el desguace del Estado social construido desde hace 80 años, primero por Roosevelt con su New Deal, y luego por Lyndon B. Johnson con su Gran Sociedad. También de derogar la jurisprudencia progresista e igualitaria del Supremo, una tarea que la mayoría de jueces conservadores surgida de la primera presidencia de Trump ha empezado a allanar con sentencias históricas como la que desprotegió los derechos reproductivos de las mujeres.
La aportación trumpista más específica es la destrucción del denominado deep state o Estado profundo, al que Trump atribuye todos los males del país y también los suyos propios, es decir, la persecución parlamentaria y judicial de sus numerosos delitos y faltas, cometidos como presidente. El encargado de tal demolición es Elon Musk, el hombre más rico del planeta y el más interesado en campar a sus anchas sin regulación, fiscalidad, ni controles independientes.
Un apartado específico de tal desmontaje sirve a la estrategia de venganza trumpista. Se prepara una purga ideológica de la Administración, no una simple reducción de la carga de personal sobre el erario público. El criterio de selección de los altos cargos, según la fidelidad al jefe y al dogma del robo electoral de 2020, favorecerá la delación y la caza de brujas en toda la Administración. En las agencias y organismos públicos, incluyendo el ejército y el Pentágono, se depurará todo lo que huela a políticas de igualdad y de género, discriminación positiva o derecho al aborto, es decir, a tareas y acciones vinculadas al enemigo designado como wokismo.
Idéntica dirección tendrá la política exterior, con embajadores fieles al presidente y de perfil militante en los despachos diplomáticos estratégicos. Se ampliará respecto a 2016 la retirada de instituciones y tratados internacionales. El Proyecto 2025 de la Heritage Foundation, auténtico programa máximo del trumpismo, sitúa a la UE, Naciones Unidas, el FMI, el Banco Mundial o la OCDE y sobre todo al Tribunal Penal Internacional y al Tribunal Internacional de justicia entre las instituciones sospechosas, a las que hay que abandonar, ahogar financieramente o directamente combatir. No es tan solo el Estado social del New Deal lo que hay que derribar, sino el entero orden multilateral construido por Roosevelt y Truman.
El más feroz de los objetivos concierne al Departamento de Justicia y al FBI, en el punto de mira de la pasión vengativa de Trump. La nueva Casa Blanca se propone destruir la autonomía de estos dos organismos cruciales para el equilibrio de poderes en los últimos 50 años, hasta el punto de que han podido realizar investigaciones independientes de las actividades de varios presidentes, desde Reagan hasta Trump pasando por Clinton. Su actual autonomía surgió como reacción al caso Watergate, cuando el presidente Nixon, acusado de espiar a sus rivales demócratas, se vio obligado a dimitir para evitar la destitución. También contribuyó el llamado Comité Church (por el nombre del senador que lo presidió) que investigó las actividades criminales de la CIA en Chile y Argentina en apoyo de los militares-golpistas. Medio siglo de justicia, transparencia y garantismo, que ya sufrieron la erosión de la guerra global contra el terror de George W. Bush, se hallan ahora en la picota, con el propósito de convertir a la Fiscalía y a la agencia federal de investigación en la policía política que persiga a la oposición.
El Proyecto 2025, las declaraciones de Trump y los nombres de los altos cargos no llaman a engaño. La nueva Casa Blanca va a emprender rumbo hacia la autocracia. Por fortuna, es incierto que llegue a su objetivo, visto el caos trumpista que se está instalando antes de empezar y la fortaleza de las raíces democráticas de Estados Unidos, una de las sociedades más abiertas y plurales del mundo y un sistema federal que garantiza la difusión del poder hasta ponerlo en muchos casos fuera del alcance de los designios autoritarios. Más preocupantes son las consecuencias internacionales de la pérdida de ejemplaridad y de liderazgo, el inquietante carácter de la paz que se prepara para Ucrania y Oriente Próximo, los ánimos que insuflará el gobierno de extrema derecha del país más poderoso del mundo a todas las extremas derechas y, finalmente, la dudosa capacidad de los europeos para estar a la altura de los desafíos.
Han pasado siete años desde que Angela Merkel, justo al empezar la primera presidencia de Trump, lanzara una advertencia tan inspirada como desatendida: “Los tiempos en que podíamos depender enteramente de otros son hasta cierto punto cosa del pasado y lo único que puedo decir es que los europeos debemos tomar el destino en nuestras manos”. ¿Estamos todavía a tiempo o queda ya solo margen para la resignación?