En la Praga comunista Kafka estaba prohibido. Algo parecido pasaba en la Unión Soviética y otros países totalitarios, de modo que sus ciudadanos no habían podido leer a Franz Kafka. Las autoridades políticas de esos países eran conscientes de que el retrato que el autor hizo de los totalitarismos era tan preciso y lúcido que cualquier lector lo reconocería como una hipérbole del sistema político en el que vivía.
Durante mis años escolares en Praga, mis profesores, si es que alguna vez llegaron a mencionar a Kafka, no se referían a él como a un autor propio sino, siguiendo la línea oficial, como a un escritor alemán. El hecho de ser judío tampoco ayudaba a abrirse camino en aquel sistema. La persecución de la obra del escritor llegó hasta el punto de que una vez, cuando salía del país cruzando la frontera entre Checoslovaquia y Austria, la policía de aduanas checa me confiscó un ejemplar de El proceso.
Este año el mundo recuerda el centenario del fallecimiento de Kafka. En junio, el mes de su muerte, participé en uno de los raros coloquios que le dedicó su ciudad: el congreso internacional que organizó el Museo Judío de Praga. Entonces visité las actividades que la capital checa brindó a su gran escritor. El Museo de la Literatura le consagró apenas un rincón de una de sus grandes salas, subrayando su uso del alemán; así, la visión nacionalista actual se emparentaba con la narrativa oficial de la era comunista: Kafka sigue siendo un forastero. El prestigioso museo de arte contemporáneo DOX dedicó al escritor una exposición, aunque gran parte del arte expuesto no tenía mucho que ver con el homenajeado.
En definitiva, Kafka nunca ha sido profeta en su tierra, salvo como reclamo turístico banalizado. En cambio, sí en Europa. Y la clarividente obra del escritor nos habla de una Europa que es también la de nuestros días.
Kafka, un judío cuya lengua materna era el alemán, nunca dejó de lamentar no escribir en checo, un idioma minoritario que él dominaba a la perfección. Además, se sentía desarraigado en su ciudad. Ese desarraigo que caracteriza su obra le hermana con quienes hoy lo leen en las metrópolis europeas multilingües donde el sentido de pertenencia a una cultura predominante se está debilitando. Además, el lector actual que experimenta el desasosiego del mundo “líquido” contemporáneo hace suya la angustia del destierro que llena la obra del autor praguense en la cual nada es sólido y todo parece una pesadilla.
Kafka, que acabó la carrera de Derecho y trabajó en varias compañías aseguradoras, pudo observar de cerca la vulnerabilidad humana frente a la maquinaria sin alma de las instituciones. Sus personajes se encuentran permanentemente observados; en El proceso siempre hay alguien que mira por la ventana, ya sea cuando a Josef K. le arrestan o cuando le asesinan. “Como a un perro”, dice el narrador, pero parece como si lo pensara el observador anónimo en la ventana. En El castillo, una pareja de acompañantes espía al agrimensor K en todo momento, incluso cuando éste hace el amor con Frieda. Kafka predijo la vigilancia que impera en nuestro mundo contemporáneo: hay cámaras en los supermercados y en los aeropuertos; las conversaciones telefónicas con hospitales y bancos se graban. Pero los europeos actuales incluso superamos la vigilancia kafkiana: encantados, facilitamos el trabajo a quienes lo quieren saber todo de nosotros al postear imágenes de nuestra intimidad en las redes sociales y dejar por todas partes huellas de lo que hacemos y de lo que nos gusta o rechazamos.
El autor de ‘El proceso’ nunca ha sido profeta en su tierra, salvo como reclamo turístico banalizado. En cambio, sí en Europa
Las denuncias contra los vulnerables forman parte del universo kafkiano como algo fatídico. Kafka profetizó lo que a lo largo del siglo XX se convertiría en una práctica de los totalitarismos europeos, donde las delaciones estaban a la orden del día, especialmente contra los inocentes. La práctica de la denuncia se ha vuelto cotidiana en las redes sociales de la Europa de hoy, donde el denunciado no tiene posibilidad de defensa. Hay jueces que dan curso a denuncias como arma política y procesan a ciudadanos, aunque en años no le encuentren ningún delito. Esos jueces forman parte del ejército de funcionarios anónimos kafkianos que toman a un inocente y ya no lo sueltan, convirtiéndolo en culpable, de modo que al lector no le extraña cuando la víctima es ejecutada.
Los protagonistas de Kafka suelen estar atrapados en situaciones sin salida, causadas por reglas absurdas aplicadas por burócratas mecanizados. La cultura centroeuropea de la época de Kafka quería huir del orden impuesto por un Estado todopoderoso —el Imperio Austrohúngaro—, del control que la burocracia ejercía sobre el individuo y regresar a la intimidad humana. Kafka comprendió esa tendencia y la analizó en sus libros antes de que tomara su terrible dimensión en forma de totalitarismos y guerras mundiales. Su obra es profética porque retrata el mundo que, desde su muerte, se fue construyendo a lo largo de todo un siglo: por segunda vez, los autoritarismos acechan. Habrá que leer siempre a Kafka para saber con precisión lo que esto significa.
Monika Zgustova es escritora; su última novela es Soy Milena de Praga (Galaxia Gutenberg, 2024).