“Y si tienes dudas, pregúntale a Juan Arias, que vive allí”. Ese fue el principal consejo que me dieron mis jefes cuando me enviaron a São Paulo en 2014 de corresponsal y jefe de la delegación de la edición brasileña de el País. Lo llamé muy pronto: no entendía nada de ese país fascinante y difícil donde hay quienes van en helicóptero para saltarse los atascos de São Paulo y quienes viajan en piragua para vender fruta en el Amazonas. Juan me atendía por teléfono con su voz dulce desde un pueblecito del Estado de Río de Janeiro y me sacaba siempre del atolladero con esa mezcla de lucidez, sabiduría y paciencia que pronto reconocí como parte de su exquisita personalidad. Poco a poco fui llamándole cada vez más, y para cada vez más cosas. Y a las pocas semanas fui a visitarle a su casa en ese pueblecito del Estado de Río de Janeiro.
El pueblo se llamaba Saquarema y la casa tenía paredes de colores, pocos muebles, mucha luz y daba a un mar azul y a una playa interminable y bellísima. Durante esos días hablamos mucho de Brasil y de este periódico, pero también del Papa —de muchos papas—, de Italia, de libros, del diario Pueblo, de religión o del jamón serrano. Lo hacíamos en la casa, acompañados de su mujer, la maravillosa Roseana Murray, escritora y poetisa, pero también en largos paseos por la orilla. Digo hablábamos, pero yo procuraba dejarle hablar, porque él tenía muchas más cosas que decir y lo hacía con esa mezcla de sabiduría, paciencia y lucidez que yo ya había comenzado a admirar. Aquel fin de semana, Roseana y él me contaron su historia de amor: cómo Juan dejó todo atrás con más de 60 años y se mudó a Brasil y cómo Roseana dejó todo Brasil atrás y se mudó a Saquarema. Al volver a São Paulo ese domingo y verlos a los dos diciéndome adiós en la puerta de su casa, con toda la luz del mar en la cara, pensé que, como en esa famosa película argentina de Adolfo Aristarain, Juan Arias era uno de esos pocos hombres afortunados que había encontrado su lugar en el mundo.
Había sido niño de la guerra, seminarista, cura, teólogo, excura, periodista de Pueblo, corresponsal en Roma de EL PAÍS, integrante de Babelia, Defensor del Lector, escritor y, al final, articulista y columnista desde Brasil. Igual te daba una conferencia sobre Giulio Andreotti que te descifraba a Lula da Silva o te aconsejaba sobre dónde plantar una orquídea. Fue un verdadero maestro para todos, especialmente para los periodistas jóvenes que integraron El País Brasil, brasileños y españoles, a los que ayudó generosamente desde el primer día sin conocerlos de nada, y a los que acompañó después a lo largo de toda su carrera. Pero yo siempre lo recordaré paseando sonriente por la playa de Saquarema con las manos en los bolsillos del vaquero. También, en estos últimos días, cuando ya sabía que se estaba muriendo, diciéndome por WhatsApp, con la lucidez, la sabiduría y la paciencia de siempre, que no tenía derecho a quejarse, porque había llevado una vida muy larga y muy feliz.