A Joshua Edelman (Manhattan, Nueva York, 70 años) se le reconoce a la legua por sus icónicas viseritas de paño, inseparables de su atuendo desde hace tres lustros, y por ese tenaz empeño en salir a la calle hecho un pincel, aunque algún amigo se burle y le diga que se le pone “pinta de abogado”. Imposible pasar inadvertido con tan buen porte, su castellano pletórico de muy tenue acento yanqui y esos ojos de verde intenso que, según admite con una caída de párpados, le han abierto alguna que otra puerta en el arte de la seducción. Pero lo mejor de él radica en las manos, que llevan más de seis décadas acariciando las 88 teclas del piano con un gusto inconfundible por el detalle y el matiz. Desde 2010 comparte toda esa ingente sabiduría acumulada a través de su academia, el Jazz Cultural Theatre de Bilbao, pero no deja de pisar los estudios de grabación y los escenarios de media España. Metódico como para guardar sus agendas de los últimos cuarenta y tantos años, cayó en la cuenta de que el pasado 26 de octubre celebraría su concierto número 700 (ha leído bien) en el Café Central de Madrid, y decidió inmortalizar la velada para editarla en 2025 como un elepé en vivo junto a dos viejos camaradas, el contrabajista neerlandés Hans Mantel y el batería cubano Jimmy Castro. Vaya tres.
Pregunta. El Central es un local angosto y de escenario ínfimo y esquinado. ¿Dónde radica su magia?
Respuesta. Es el típico sitio histórico para el jazz, por autenticidad y cercanía. En esa esquina te sientes en el meollo mismo de la vida. Puedes tocar en lugares más despejados y asépticos, claro, pero el ruido de los cubiertos y los vasos se convierte aquí en parte de la propia música.
P. ¿A partir de cuál de estos 700 conciertos dejó de sentir mariposas en el estómago?
R. Desde el 701, con suerte. Un escenario siempre conlleva un cierto riesgo, por mucho que el vértigo se vaya paliando algo con el tiempo. Y gracias que llevo 35 años tocando con estos dos mismos músicos: eso también ayuda.
P. Usted vivió de niño en el Greenwich Village neoyorquino. ¿Era tan efervescente el barrio como lo cuentan?
R. Ni lo dude: nunca he conocido una magia tan intensa. Me crie con la canción protesta de Dylan o Joan Baez y mi familia también me inculcó el gusto por la lectura, el dibujo y las bellas artes. A los 13 años ya había escuchado en el Fillmore East a Janis Joplin, Grateful Dead o B.B. King, así que el cuerpo empezó a pedirme una dosis musical aún más intensa…
P. Y empezaría a frecuentar el Village Vanguard, claro.
R. Vivía a una manzana y escuchaba los conciertos de jazz desde su escalera exterior. Por fin, a los 15 años, me atreví a entrar porque aquella noche tocaba [Thelonious] Monk. Iba con una amiga de 16, muertos de miedo los dos, pero el portero hizo la vista gorda.
P. ¿Cómo sobrelleva la nostalgia?
R. Imposible evitarla del todo, porque apela a tu juventud y tus orígenes. Nunca podrás olvidar los lugares de la infancia o la sensación de cruzarte por la calle con Dylan, Lennon o Yoko Ono, que era de lo más normal. Pero mi misión es desde hace muchos años transmitir y dar continuidad a toda aquella música tan intensa, emocionante y apasionada que conocí.
P. Le vendrán a cada rato con el cuento de que el jazz es una música compleja y minoritaria.
R. Lo que no soporto es ese jazz insípido que hoy aleja al público del género, o ese jazz híbrido y acomplejado que no cree en el poder de convicción del swing original. Pero sigo encontrándome a jóvenes apasionados por el jazz, créame. Estamos a merced de que ese milagro se prolongue con los años.
P. Sus hijos, los gemelos Ander y Julen, tuvieron más fácil lo de apasionarse.
R. Tienen 17 años y son sanos, listos, talentosos, buenas personas y, en ambos casos, magníficos contrabajistas. ¿Cómo no va a haber lugar para la esperanza con gente así? Nadie imaginaba un formato de piano con dos contrabajos, pero uno adopta modos más jazzísticos y el otro, más clásicos. Y el invento da mucho de sí.
P. Usted ya era un intérprete brillante. ¿De dónde sacó su vocación docente?
R. Me la inculcó mi maestro Barry Harris. Él era un genio del bebop, pero le obsesionaba la idea de compartir y generar discípulos. Propiciaba alegría, entendimiento y respeto entre todos los músicos que se le acercaban, porque esa es la esencia misma del jazz y de toda la música afroamericana, desde Cuba a Brasil.
P. Pero siempre habrá artistas que quieran destacar sobre los de alrededor.
R. No siempre. En la América negra se da una comunión tribal que conlleva principios filosóficos y éticos, y en la que el ego no tiene lugar. Allí la música es de todos, que participan escuchando y respetando a los demás, también a los ancestros y divinidades. Por eso el jazz es un modelo de democracia verdadera. No hay motivo para llamar la atención porque toques más rápido que el otro, y solo gozas de protagonismo cuando los demás te acompañan.
P. ¿Qué le falta por aprender?
R. ¡Muchísimas cosas! Cuando llevas tantos años te das cuenta de que el teclado es como el universo: no se acaba nunca, no encuentras los confines. Es infinito. Lo que puedes aportar es solo una pequeñísima parte del total. Todos los grandes maestros del piano te transmiten que en una sola vida no hay tiempo de aprenderlo. Pero es importante la constancia, sentarte todos los días a investigar y descubrir nuevos matices en todo lo que tocas.
P. Empezó a residir en España, en Llíria (Valencia), en 1980. ¿Qué le hizo asentarse en España?
R. Había pasado antes cinco meses en Guatemala que me sirvieron para acercarme a la naturaleza, la filosofía y el misticismo. Y en Nueva York ya me fascinaba el roce con el habla hispana y su música. Descubrí Cien años de soledad muy joven, en inglés, y leía a Neruda en español. No entendía una sola palabra, pero me encantaba la música de sus versos.
P. Le ha cundido el tiempo, ¿verdad?
R. He hecho lo que he podido.
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo