Imaginen un momento: un Gobierno en cuyo Consejo de Ministros o en sus aledaños se sentasen Ortega (Inditex), Botín (Santander), Sánchez Galán (Iberdrola), Imaz (Repsol) o Roig (Mercadona), etcétera. No tiene verosimilitud en España pero semeja al que está anunciando Trump, rodeado de Elon Musk (el hombre más rico del mundo) y otros ejecutivos multimillonarios, vinculados sobre todo al sector tecnológico. A Musk le van a encargar la reforma de la Administración, las normas reguladoras e incluso la rebaja selectiva de impuestos. La zorra en el gallinero. Algo así como “los reguladores de los reguladores”.
Ello es un ejemplo de lo que hasta ahora se consideraba una captura del Estado, un ejercicio de influencia excesiva por parte de las élites económicas para que las leyes y los gobiernos funcionen de acuerdo a sus intereses y prioridades en detrimento del interés general. Otros lo denominan “capitalismo de amiguetes” (crony capitalism), una economía en la que el éxito de los negocios depende de la estrecha relación entre parte del empresariado y los funcionarios gubernamentales (por ejemplo, favoritismo en la distribución de permisos legales, subvenciones, limitación de la competencia, etcétera).
Que haya perdido Kamala Harris o no haya llegado a presentarse Biden no invalida los manifiestos que un grupo (primero 16, luego 23) de premios Nobel de Economía americanos escribieron en contra del programa y las intenciones económicas de Trump. En esos manifiestos explicaban que aunque cada uno de ellos tiene “diferentes puntos de vista sobre las particularidades de la política económica” (algo tan de los economistas), todos estaban de acuerdo en que la agenda económica de los demócratas era “ampliamente mejor que la de Trump”. Una agenda, esta última, contraproducente por los altos aranceles y los recortes fiscales regresivos. “Entre los determinantes más importantes del éxito económico están el imperio de la ley y la certidumbre económica y política, y Trump amenaza todo eso”.
La captura del Estado por algunas de sus élites no es una peculiaridad de EE UU. La historia económica de España y muchos de sus problemas actuales, por ejemplo, no se entienden sin la influencia de los grupos de presión y los pactos de sangre con el poder político. Lo desarrolló hace unos años un colectivo de juristas bajo el cervantino seudónimo de Sansón Carrasco (Contra el capitalismo clientelar, editorial Península) y lo ha hecho hace unos meses, en un soberbio libro, el periodista económico Carlos Sánchez (Capitalismo de amiguetes, HarperCollins), en el que muestra cómo esa historia económica se escribe sobre los renglones torcidos de un país condicionado en forma permanente por sus élites, lo que en última instancia ha derivado en una captura del Estado en defensa de los intereses particulares frente a los generales. Ello no ha salido gratis en términos económicos, políticos y sociales. A través de los años se conoce de patronales, organizaciones sociales y grupos de presión de carácter nacional, regional o local que se alojan (metafórica o realmente) en los aledaños de la Carrera de San Jerónimo —sede del Congreso de los Diputados— para influir en el ámbito legislativo, sobre todo en los periodos de crisis. Lo importante es ocupar el espacio público para condicionar a su favor determinadas decisiones.
En el prólogo a ese libro, el profesor de Políticas Públicas Luis Garicano generaliza que en todos los países hay rentistas, pero el progreso económico en España ha sido, y sigue siendo en gran parte, el progreso de aquellas empresas “agarradas a los maternales faldones de las casacas de los ministros”. Cojan ustedes la lista del Ibex 35 y pregúntense qué empresas no dependen para su éxito del favor de un departamento ministerial o de un cambio regulatorio.
Hace dos siglos y medio, Adam Smith ya advirtió que los comerciantes de un mismo gremio raramente se reúnen para pasar un buen rato sin que acaben conspirando contra el público o pactando alguna subida concertada de precios.