Comprar una obra de arte y hacerse rico gracias a ella es casi como descubrir que ese cuadro que durante años ha decorado el salón de los abuelos es en realidad un durmiente, como el Salvator Mundi, atribuido a Leonardo Da Vinci, que se subastó por 450 millones de dólares, tras haber sido adquirido por 1.175 dólares cuando no se conocía su procedencia. Puede pasar, pero no es lo habitual. Así lo defiende María Sancho-Arroyo, experta en el mercado del arte, con más de 30 años de experiencia en lugares tan reconocidos como el museo del Louvre de París o la casa de subastas Sotheby’s, donde trabajó dos décadas.
Empujada por “la falta de literatura en español” a la hora de preparar las clases que imparte en el Sotheby’s Institute of Art de Nueva York, Sancho-Arroyo se decidió a escribir ¿Inversión o pasión? (Deusto), un libro que sirve como guía a aquellos que quieran adentrarse en el mercado del arte. Para los que lo hagan buscando negocio y rentabilidad, la experta tiene una advertencia “no todas las obras de arte van a aumentar de precio con el tiempo”. Y, además, conlleva una serie de gastos de mantenimiento, “porque uno no la compra para dejarla en un desván o un sótano donde se puede estropear y perder valor”. Por no hablar de que “el mercado no es muy líquido”, con no más de “diez días al año donde se pueden vender obras superiores al millón de euros”, explica al otro lado del teléfono desde Washington.
Defiende Sancho-Arroyo que es “muy difícil” predecir a largo plazo el valor que acabará teniendo una obra de arte, porque hay una serie de factores objetivos, pero también subjetivos. Entre los primero se encuentran, por ejemplo, quién es el artista, el tamaño de la obra, su tema y los materiales usados. Entre los segundos, que son más difíciles de establecer, hay que tener en cuenta, entre otros aspectos, que hay obras de un artista que valen más que otras por pertenecer a ciertas etapas de su carrera. “Adquirir únicamente como inversión, en el sentido de quiero comprar para revender obteniendo una ganancia, es muy arriesgado”. Les puede salir bien a las personas que, conociendo muy bien las dinámicas del mercado, dispongan de información privilegiada, como que algún museo importante está planeando una retrospectiva del artista para los próximos años, lo que incrementa el valor de sus creaciones. Y que también tengan una cantidad de dinero importante para comprar en ese momento, porque “las obras que mejor mantienen su valor y se revalorizan más, en general, son aquellas que cuestan, por lo menos más de 100.000 euros, idealmente las de medio millón o un millón. Son las que llamamos blue chip, usando la misma nomenclatura en mercados financieros. A lo mejor no se disparan muchísimo, pero son las que es más probable que no pierdan”.
Sí que en los años 2021 y 2022, con los tipos de interés bajos y el dinero barato, “hubo mucho movimiento y especulación, especialmente centrado en jóvenes artistas emergentes”, que apenas acababan de terminar sus estudios de Bellas Artes. “Tenemos el caso de Flora Yukhnovich. Acabada la carrera, vendía obras a 30.000 dólares, que ya es algo muy serio. Dos años después, en una subasta se vendió una obra suya por dos millones de dólares. Ese crecimiento no es normal, eso es especulación porque sus obras se revendieron muchas veces. Su récord de precio sigue estando en aquellos dos millones de 2022, mientras hoy en día se está vendiendo por un millón o un poco menos”.
Crecimientos fulgurantes como este tienen sus riesgos, asegura la experta. “El problema es que cuando hay estas subidas tan rápidas, prácticamente los artistas se quedan quemados. En el momento en el que se ha elevado tanto el precio, ya no hay ese interés porque están demasiado caros, y si una obra no se vende por la razón que sea, viene esa percepción en el mercado de que no funciona, lo que lleva a los coleccionistas a vender aquello que tienen de esa persona. E igual de rápido que ha subido, baja. Eso puede destrozar la carrera de un artista”.
Comprar barato para revender alto en poco tiempo es una práctica que “está muy mal vista” en el mercado del arte, no solo por el daño que puede causar al artista, “sino también porque perjudica a aquellos coleccionistas que han comprado alguna obra suya e incluso a la galería que lo representa”.
Precisamente las galerías juegan un papel fundamental para prevenir este tipo de situaciones, explica Sancho-Arroyo. Intentan controlar quién compra para evitar la especulación y tienen una “lista de prioridades” a la hora de vender. A la cabeza están los museos, porque que un artista entre en una institución de este tipo es un respaldo a su carrera, seguidos de los grandes coleccionistas, “por el prestigio de estar en una colección importante y porque, generalmente, no compran para vender inmediatamente”. Cuando hay mucha demanda por un artista, las galerías “suelen poner en los contratos de venta una cláusula diciendo que si no se quiere la obra, que por favor no se revenda en otra galería o en subastas, sino que se devuelva a la misma galería. Lo que pasa es que son cláusulas de difícil cumplimiento”. Las ventas en galería, “que se estiman generan más del 50% del mercado”, contribuyen a que este “sea opaco”, según la experta, ya que estas firmas no dan cifras de sus negocios. A nivel global existe una gran “polarización”, ya que aproximadamente el 5% de las galerías representan más del 50% del valor total de las ventas.
Pero no hace falta ir a una galería o a una subasta y adquirir una obra si se quiere usar el arte como un activo. Por un lado, aquellos que ya tienen obras importantes, pueden acceder a préstamos poniéndolas como aval en una entidad bancaria. “Aquí estamos hablando de piezas que tienen un cierto precio, en general a partir del medio millón, porque los préstamos raramente son más del 50% del valor de mercado. Este es un sector que está más desarrollado en Estados Unidos que en Europa”. Estos préstamos también los dan las casas de subastas, que si no cobran la deuda lo tienen fácil para vender la obra.
“Y luego está lo que es realmente pura inversión en arte. Hay fondos donde quien lo crea compra cierto número de obras. Generalmente tienen un rendimiento a cinco o diez años, y el que invierte no tiene el disfrute de ninguna de las obras, como mucho una fotografía. Hay otra modalidad, que se llama fraccionalización, que es lo mismo, pero en lugar de tener una cesta con varios cuadros, hay solo uno y se hace como si estuviera dividido en acciones”. A pesar de estas opciones, Sancho-Arroyo se reitera en su idea de que comprar una obra solo como inversión es arriesgado y posiblemente no dé los frutos deseados. E insiste en que “se puede coleccionar en muchos niveles de precios”, por lo que anima a sus lectores a visitar galerías y a asistir a subastas, aunque sea solo para observar. “Y que nadie se preocupe, aún no ha ocurrido que a alguien se le haya adjudicado una obra por rascarse la cabeza o hacer un movimiento con las manos durante una puja”, dice entre risas.