En los visuales de los conciertos de María Escarmiento, como en los de muchas otras figuras de la escena urbana, aparecen iPods, teléfonos Blackberry y capturas de pantalla de Fotolog, Messenger o Tuenti. Buena parte del público es demasiado joven para haber utilizado esas tecnologías, pero sabe para qué sirvieron esos aparatos y webs. Incluso ellos los asocian a una época durante la que los espacios virtuales eran más acogedores, divertidos y habitables. Es la fuerza de la estética Y2K o del Flow 2K, uno de los últimos revivals que, en todas las disciplinas artísticas, consiste en recuperar y reinterpretar los diseños e interfaces de los dispositivos electrónicos de hace alrededor de 20 años.
Es el enésimo giro nostálgico de una cultura obsesionada con la retromanía. Hace años que los millenials son adultos y ahora podrían estar buscando el tiempo perdido mediante la evocación de las horas que pasaron chateando en MSN Messenger (no fueron tan emocionantes: se solía hablar con los compañeros de clase inmediatamente después de estar con ellos) y buscando películas y canciones de Evanescence, Green Day y Eminem en eMule (muchas veces sonaban mal y el ruido del ordenador, encendido toda la noche, provocaba pesadillas). Además, tal y como advierten académicos como Grafton Tanner (autor de Nostalgia y utopía en la era de las Big Tech), internet, con su forma de archivo, encaja especialmente bien con la nostalgia, y todo este movimiento de reivindicación y arqueología (que desempolva material desde los tiempos dorados del IRC y Habbo Hotel hasta los primeros años de Facebook, justo antes del escándalo de Cambridge Analítica) es una excusa perfecta para relanzar productos o producir contenidos virales sin demasiado esfuerzo.
No obstante, el Flow 2000 también podría significar que echamos de menos el viejo internet (si es que algo así existió) o, por lo menos, que necesitamos una red a otra escala y a otra velocidad, más humana y más amable. Hace poco, el crítico cultural Kyle Chayka escribió en The New Yorker sobre “tecnología acogedora”, una de las últimas fantasías que difunden plataformas como TikTok. “Tecnología acogedora” es la etiqueta que agrupa contenidos sobre usuarios que, mientras beben de una taza humeante, navegan sin prisa o juegan a videojuegos agradables y sencillos en dispositivos con diseños ergonómicos y suaves. Es una imagen más potente de lo que parece porque transmite algo que perdimos en algún momento de la última década: sensación de control; la idea de que es posible volver a disfrutar de la tecnología con tranquilidad.
Durante los últimos meses se han publicado en España varios ensayos que exploran este deseo (nostálgico o proyectado hacia el futuro) de un internet mejor. Las redes son nuestras (Marta G. Franco, Consonni), Utopías digitales (Ekaitz Cancela, Verso Libros) y La viralidad del mal (colectivo Proyecto Una, Descontrol Editorial) son libros que coinciden en el diagnóstico y proponen distintas soluciones colectivas para escapar de este internet degradado en el que las plataformas han ganado la batalla a los usuarios, el odio ha superado a las redes de apoyo, la extracción de datos y el afán de lucro ensucian cada rincón y el entretenimiento está envenenado. De paso, desmontan algunos mitos tecnófobos y alertan contra los discursos que lanzan los gurús a sueldo de las grandes tecnológicas. Estos libros también contienen muchas de las posibles respuestas para esas dos preguntas que, últimamente, recordamos tan a menudo: ¿Ha cambiado la red o hemos perdido nosotros la inocencia? En resumen: ¿en qué momento se fastidió internet?
Una utopía truncada
Los más pesimistas consideran que la historia de internet es la historia de un gran fracaso: otra enorme decepción colectiva porque la última utopía verosímil (una red horizontal y libre) se quedó por el camino. En su ensayo, Marta G. Franco explica que la historia de internet está marcada por sucesivos robos o expropiaciones forzosas, y que el tercero y último de estos robos se produjo hace ocho años. El primero se completó durante el salto de la red para nerds de los noventa a la de la burbuja de las puntocom; el segundo, cuando surgió la Web 2.0 y los usuarios ganaron protagonismo, pero también se convirtieron en productores de datos gratuitos; y el tercero y más reciente, cuando las fuerzas de ultraderecha (lo que llama “la Internacional del Odio”, formada por políticos como Trump y Milei) transformaron “aquellas plataformas que nos ayudaron a encontrarnos y organizarnos en un campo de minas y experiencias desagradables”. Sin embargo, la autora no es pesimista (“si nos robaron y perdimos tres veces es porque un rato antes, tres veces, íbamos ganando”) y cree que todavía internet puede cambiar a mejor.
Mayte Gómez Molina (conocida en redes como Ingrata Bergman), artista digital, poeta e investigadora, apunta que es necesario preguntarse a quién ha decepcionado internet: “Aunque ahora no podamos imaginarlo, podría haber tenido muchas formas. Muchos pioneros y artistas del net art de los noventa y los dos mil exploraron la creación de directorios, de otros buscadores y cómo llevar la estructura de la red al límite, creando interfaces llenas de ramificaciones. Luego los buscadores recuperaron la comunicación unidireccional y estandarizaron la manera de navegar; así que para esas personas sí que ha sido una decepción. Pero para quienes tenían un interés económico y de extensión del capitalismo, internet se ha convertido justo en lo que querían, que no es tan diferente de la televisión. Los demás lo vivimos como un espacio conflictivo, donde hay muchas cosas decepcionantes pero que siempre se regenera y abre nuevas posibilidades. internet hace algo muy cruel y difícil de llevar emocionalmente: primero te decepciona, pero enseguida te da esperanza de nuevo”.
Esos ciclos de ilusión y desilusión también afectan al discurso sobre las redes que, en momentos de desencanto como el actual, pueden funcionar como profecía autocumplida. En el colectivo Proyecto Una tampoco quieren ser pesimistas: “No nos gusta la hiperfijación de ciertas izquierdas con la derrota. Parte del internet que tenemos es la evolución lógica de aquel proyecto de unos hippies que pensaron que podían arreglar el mundo con la tecnología. Ahora se están dando cuenta de que los problemas del mundo eran más sociales que tecnológicos; pero hay alternativas”. Uno de los tópicos que más combaten desde este colectivo dedicado al pensamiento y el activismo digital es la idea de que todavía existe una frontera entre el mundo virtual y el real y, por tanto, sería posible escapar de uno al otro. “No existe el mundo real y el mundo digital como entes separados. Somos materialistas: el mundo es aquello que construimos con nuestra capacidad de actuar sobre él”, señalan.
Este grupo de filósofas, programadoras y youtubers tampoco tolera esos mensajes fatalistas de fondo tecnófobo que, ante la mala situación de muchos espacios online, toman la parte por el todo y consideran que toda la tecnología (especialmente desde la popularización de la Inteligencia Artificial) se rige por reglas inciertas sobre las que no es posible intervenir: “Naturalizar comportamientos humanos o esencializar la evolución y el impacto de una tecnología se hace bien por ignorancia, bien por intereses privados que buscan crear esa ignorancia. Siempre que recibamos un mensaje, sea en el mundo offline o el online, tenemos que preguntarnos: ¿quién lo emite? ¿por qué lo enuncia así? ¿qué beneficio puede estar sacando? ¿a quién le interesa que repita esto? La peor propaganda es la que replicamos sin siquiera darnos cuenta”, advierten.
¿Pero qué echamos tanto de menos?
En Los hechos de Key Biscaine, la última novela de Xita Rubert (nacida en 1996), hay una escena en la que dos amigas adolescentes entran en Omegle, una web muy popular alrededor de 2010 que, como Chatroulette, servía para chatear con extraños. “Infinitud virtual de penes. Pavoroso universo fálico. Tras cada chat había una entrepierna siempre lista para insinuarse y preparada para descubrirse”, describe la narradora. Situaciones así eran muy habituales en espacios hoy añorados y mitificados (como aquellas webs y determinados foros) que, ya entonces, reproducían comportamientos machistas y racistas. Por eso, desde Proyecto Una ponen en duda que el internet de hace 20 años fuera más libre: “¿Era libre, para quién? Que se pueda decir cualquier cosa no significa que exista más libertad. Significa que se impone la del más fuerte. En 4Chan se bromeaba con que no había mujeres en internet y, si alguien se identificaba así, se le exigía que enseñase las tetas. Este tipo de espacios (como el resto, vaya) no eran neutros.” Creen que la situación no ha cambiado tanto y es que hoy “las plataformas comerciales grandes dejan que crezca el fascismo, precisamente, cuando no toman medidas para moderar. Cuando prefieren las ganancias que les ofrece el engagement de un mensaje de odio o un bulo racista a intervenir determinados comportamientos”.
A pesar de que internet nunca fue del todo libre, casi cada usuario podría mencionar determinado hito que le afectó especialmente (desde la violación virtual en un juego de rol de 1993 recogida por el periodista Julian Dibbell hasta la primera victoria electoral de Trump o, por qué no, el cierre de Tuenti) y establecer una fecha subjetiva en que se fastidió internet. Además, muchos coincidirían en que el sarcasmo como código y enfoque para cualquier interacción ha sido otro de los factores que más han deteriorado la red, y es que lleva al menos una década funcionando como arma de doble filo. “El sarcasmo puede acercarte a aquello sobre lo que ironizas. Convertir en espectáculo algo horrible puede promoverlo o hasta radicalizarlo”, explica Gómez. “Por un lado hay que superar el fenómeno de la personalidad algorítmica (como me junto con gente que piensa como yo, no puedes reconocer que el otro pueda llegar a pensar distinto). Por otro, si atendemos y convertimos en espectáculo a los ultras, incel, neofascistas y personas violentas que se organizan en internet, parece que no pueden hacerte daño, que son imágenes o representaciones sin poder real. Cuando algo se convierte en meme da la sensación de que no existe e ironizar demasiado convierte en ficción cosas posibles y peligrosas”, expone la investigadora.
Como todos los escapismos nostálgicos, el mito acerca de una red anterior al sarcasmo (y al dominio de las grandes compañías) donde todo fue más sincero y más sencillo es una trampa melancólica. La poeta austríaca Ingeborg Bachmann escribió que cuando uno cumple los 30 descubre la capacidad de recordar, y quienes fueron adolescentes mientras la banda ancha se instalaba en la mayoría de hogares tienen ahora esa edad. Por eso internet se ha llenado de recuerdos sobre sí misma, aunque, con algo de esfuerzo, siga siendo posible encontrar novedades llenas de espíritu colaborativo. “Todavía hay mucha amabilidad en internet. Solo hay que irse a Youtube y ver esos videos sobre cómo se arregla determinada lavadora”, apunta Gómez. “Mucho contenido es una muestra de buena voluntad; el verdadero youtuber es el que tiene diez visitas en cada vídeo. Ahí hay un montón de cosas tiernas, prácticas, erráticas, rarísimas, y también un montón de gente ayudando de forma desinteresada”, ejemplifica.
Oche Zamora, educador social, camarero y uno de esos usuarios que hacen que siga mereciendo la pena abrir Facebook, también piensa que mucha gente continúa haciendo un uso luminoso de internet: “Hemos llegado a sospechar que todas las publicaciones esconden un espurio deseo de reconocimiento y que todo lo que hacemos en redes lo hacemos para simular que somos mejores de lo que somos en realidad”, se queja. “Y no creo que sea así. Todos queremos que nos quieran y, sobre todo, que nos quieran determinadas personas. ¿Qué problema hay? Pero es que en las redes también existe un deseo de expresarse, de jugar, de reflexionar y de pasarlo bien, y no sólo una maquiavélica estrategia para conseguir likes”, comenta. “Viendo en lo que se están convirtiendo las redes, anuncios de eventos y opinatorio polarizado sobre el enésimo debate de la agenda mediática, uno echa de menos aquella exposición de lo íntimo. Ojalá leer historias personales o confesiones otra vez”.
Entonces, ¿existe algún camino para recuperar las cosas buenas de internet que echamos de menos sin caer en la nostalgia interesada del Flow 2K o en discursos apocalípticos? Los ensayos citados ofrecen algunas claves políticas (como recuperar la soberanía digital) e individuales (como dar visibilidad a esos proyectos y locales autoorganizados que siguen existiendo); y Mayte Gómez concluye: “Hay que frenar ese pensamiento reaccionario y ese miedo a la tecnología que surge a partir de la idea de que internet nos ha vuelto peores. Eso no es verdad: ya éramos así. Si internet es poco amable es porque nosotros cada vez lo somos menos. No se puede perpetuar la idea de que las máquinas son entes con voluntad propia, hay que responsabilizarse de lo que pasa en internet”.