— “Mira la cola tan hijuemadre” — dice un hombre que muestra los lugares más representativos del centro de Madrid a una turista que lo visita por primera vez.
Esta es una de las filas convertidas en un elemento más de la Navidad en el centro de la ciudad.
— “Y la gente viene desde las seis de la mañana, traen un asientico y una mantica, y se sientan a esperar a que abra” — agrega, mientras señala hacia la entrada, abarrotada una tarde de diciembre, de la administración de lotería más famosa de España.
Que haya gente haciendo cola —tres horas de media, el pasado miércoles— para comprar Lotería de Navidad en Doña Manolita no es nuevo, pero eso no evita que los paseantes que se topan con este espectáculo se pregunten, cada año, qué lleva a madrileños y turistas invertir varias horas de sus vidas en comprar un décimo que tiene las mismas posibilidades de ser premiado que el que se compre en cualquier otra administración o por internet.
Leonardo Osorio, vecino de Madrid nacido en Colombia hace 31 años, recuerda “la única vez” que pudo comprar el billete “rápido”: esperó hora y media. Un sinsentido para unos, una experiencia más o menos agradable para otros. Hay incluso quien habla de “divertirse”.
“Lo hago en honor a mi abuelo”
No es usual encontrar a un joven por su cuenta en la fila para la lotería. Sin embargo, ahí está Francisco Macho, de 19 años, escuchando música mientras espera a que le toque su turno. Se ríe ante la pregunta de si sus amigos también juegan la lotería: “Son más de casas de apuestas y casinos”. Es la primera vez que viene y hace una hora y veinte minutos que llegó. Va por la mitad de la fila. “Este año es especial. Mi abuelo murió y lo estoy haciendo en honor a él, que siempre compraba aquí”, cuenta.
El abuelo de Francisco Macho venía todos los años, sin falta y acompañado de su esposa, a comprar un décimo que terminara en 4, 5 o 6. “Tenía sus truquillos; era muy listo”, cuenta Francisco y dice que “alguna vez le tocó algún premio de mil eurillos o así”. Cuando llegue su turno, Francisco comprará un décimo con alguna de esas terminaciones “en honor” a su abuelo. Hasta entonces, se pone los cascos y regresa a su espera.
“En la cola se hacen amigos, es divertido”
Una chaqueta azul, una chaqueta rosada, una chaqueta amarilla. Una conversación incesante. Y muy ruidosa. María San Cipriano (58 años), Carmen Ordóñez (54) y Claudia Fernández (67) podrían haberse conocido en la escuela hace décadas, pero lo hicieron “hace una hora exacta” en la fila para comprar sus billetes de lotería. La primera dice que hace 11 años que viene a hacer la cola en Doña Manolita; la segunda, que hace cinco y la última de este trío viene desde hace 14.
“Bueno, es la ilusión de que te toque y porque no tenemos nada mejor que hacer”, dice Claudia, la de amarillo, que se carcajea, dando lugar a las risas de sus recién conocidas acompañantes. Las tres se ponen como ejemplo de que “en la cola se hacen amigos”. “Hablamos de todo un poco, tienes que hacerlo, porque si no, se te hace más largo”, dice Carmen, de rosado. Ninguna tiene un número específico al que le juega ni tampoco están seguras cuál van a pedir cuando entren al local. Solo saben que comparten una creencia: consideran que si hubieran venido en agosto —porque la lotería se puede comprar desde el verano sin tener que hacer semejante fila en el frío— jamás se llevarían premio. “¡En agosto seguro no toca!”, dice María, de azul, “porque no está el espíritu navideño”. “A lo mejor ahora tampoco nos toca, pero volvemos, el año siguiente volvemos”, concluye. Y vuelven a reír.
“Doña Manolita me recuerda cómo era la vida antes en Madrid”
Hace décadas, por esta misma época, Amalia Garrido (74 años) salía del hotel donde trabajaba como recepcionista y caminaba hasta el número 31 de la Gran Vía al antiguo local de Doña Manolita—donde estuvo hasta el 2011, cuando se mudó al 22 de la calle del Carmen—. Compraba un décimo de lotería de Navidad y bajaba a la Puerta del Sol para comer una napolitana de la panadería La Mallorquina. “De eso hace 50 años”, cuenta, mientras se ajusta las orejeras azules y afelpadas que lleva, ya a pocos metros del local actual. Dice que ha cambiado mucho la vida y la ciudad en esas últimas cinco décadas y que le gusta recordarlas comprando un billete de lotería en Doña Manolita.
“Es una tradición, le tenemos mucho cariño y mucho arraigo”, asegura. Lo que no le gusta, objeta, es la fila. “Antes no era así”, lamenta, pero repetir esa tradición le sirve para “recordar cómo era la vida antes en Madrid”. En todo caso, su fe (que es locura para quien pasa asombrado ante la fila) puede más que el dolor en los pies y los 50 años de poco éxito jugando a la Lotería de Navidad.
“Venimos porque aquí es donde toca”
Son las últimas de la fila. Saben que tienen tres horas por delante. Las nubes se muestran cada vez más densas y grises. Pero Roxana (57 años) y Carmen Núñez (54) están contentas. Estas hermanas peruanas llegaron hace 32 años a Madrid y desde entonces juegan la lotería de Navidad, siempre en Doña Manolita. El primer décimo se lo regaló a Roxana su primera jefa, cuando trabajaba en una casa de Madrid como empleada doméstica, recién llegada a España. “Es tradición que tu jefe te regale tu primer billete de Navidad”, sostiene. Su hermana dice que vienen año tras año porque es “aquí donde toca El Gordo”, a pesar de que a ninguna de las dos les ha tocado nunca ni el premio de los 400.000 euros al décimo ni uno de los llamados premios menores.
En pocos minutos han dejado de ser las últimas de la fila, pero no se han movido un centímetro. Es la cola que se alarga sin cesar, acogiendo gente que, como ellas, está prácticamente segura de que no ganará nada, pero que se aferra a una ínfima posibilidad —cada serie tiene 100.000 billetes y de las 100.000 bolas que entran en el bombo con los números de la lotería, hay solo una con el número del premio mayor— y continuará viniendo.
“Mi novio me convenció de que viniera”
Con un abrigo largo y guantes calienta su espera Oana Mursan, que vive desde hace 14 años en Madrid y nació hace 32 años en Rumanía. Hace tiempo que juega la lotería, pero solía comprarla, junto con su novio, en las administraciones más cercanas a su casa. Está a punto de cumplir una hora en la fila y admite que habría preferido seguir comprando sus décimos en su barrio, sin colas. “Mi novio me convenció de venir”, explica. “Él trabaja, yo libro, entonces me tocó a venir a mí”, añade.
Para no aburrirse, echa mano de vídeos en Instagram y, en todo caso, señala que hay algo especial de esta administración de Lotería: “Se habla tanto de este lugar y es donde suele tocar, entonces la verdad no me molesta”. “La ilusión”, dice sonriendo y resguardando del frío la parte inferior de su cara en su abrigo.