Ridley Scott integrará con mayúsculas la historia del cine por sobradas razones. La más incuestionable es haber iniciado su camino con tres obras maestras casi consecutivas. Jamás me canso de ver y escuchar, aunque me las sepa de memoria, Los duelistas, Alien y Blade Runner. Que ahí os dejo eso, que después de estas tres maravillas me jubilo, podría haber dejado como testamento Scott. Pero continuó pariendo un montón de películas. También produciendo a otra gente. Concibiendo el cine como un gran espectáculo. Y en su larga carrera ha habido de todo, películas fallidas y olvidables, éxitos, escaso arte, fracasos merecidos. También ha demostrado su autoría con obras potentes que han hecho disfrutar al gran público, uno de sus legítimos, permanentes y encomiables anhelos. Por ejemplo, las muy atractivas Thelma y Louise, American Gangster, El último duelo y Gladiator.
Imagino que el éxito comercial y artístico protagonizado por aquel general romano llamado Máximo Meridio, que se impuso sobrevivir a la infamia que perpetró un emperador psicópata y sádico con él y con su familia, convirtiéndose en el rey de los gladiadores con el vibrante lema “Fuerza y honor”, es el principal impulsor para seguir contando la historia de su heredero. O sea, todo por la pasta, previendo lograr un enorme taquillaje en época de crisis, algo vital para que siga funcionando la opulenta fábrica que dirige.
Y es probable que Scott triunfe en su principal objetivo. Pero aquí la fuerza y el honor son inexistentes, el guion (que no pertenece a los señores que escribieron el primer Gladiator) es tan disparatado como involuntariamente cómico (¡ay, lo del Coliseo romano convertido en una piscina infestada de tiburones!), bobamente previsible lo del descendiente de la princesa, prescindiblemente interpretada por el insulso protagonista Paul Mescal (nada que ver con aquel Russell Crowe con presencia y voz fascinantes), plagada de batallas resueltas con oficio, sin el menor magnetismo en lo que cuenta ni en la forma de narrarlo, repleta de caricaturas como los dos emperadores de Roma, dos hermanos notablemente tarados que al parecer poseían nombres tan exóticos como Geta y Caracalla. Son malísimos. Y nada sofisticados. Tienen a su lado a un ladino especialista en manipulación que es de las pocas cosas que me apartan de la modorra, ya que lo interpreta un actor tan sólido como Denzel Washington.
Un amigo compasivo no entiende que este pretendido espectáculo me provoque tanto aburrimiento. Me asegura: “Es una más de romanos, como las de toda la vida, ni mejor ni peor”. Tengo que recordarle que las épicas y grandiosas Espartaco y Ben-Hur también pertenecían a ese género. Y el primer Gladiator. Qué miedo me provocaba que la inmejorable El padrino tuviera una segunda parte. Pero Coppola demostró que se podía ser sublime con continuidad. El padrino 2 era asombrosa. Shakespeare se hubiera identificado con ella. La tercera entrega era muy buena: no alcanzaba el nivel de las dos anteriores, aunque su parte final fuera inmejorable.
Y sospecho que si el negocio le funciona, Ridley Scott estará pensando ya en realizar una tercera parte de Gladiator. O cinco. Tiene 86 años. Su película anterior, Napoleón, era tan pretenciosa como aburrida. Sin embargo, hay que alimentar la fábrica. Sería deseable que lo hiciera con mejores películas, a la altura de la inteligencia que demostró en tres películas geniales.
Gladiator II
Dirección: Ridley Scott.
Intérpretes: Paul Mescal, Pedro Pascal, Connie Nielsen, Denzel Washington, Derek Jacobi.
Género: drama histórico. Reino Unidos, Estados Unidos, 2024.
Duración: 148 minutos.
Estreno: 15 de noviembre.
Babelia
Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
Recíbelo